Aquello de que en la lucha por la vida sobreviven los más aptos, en estos días se volvió una fuente de perplejidades. En esta lucha contra el covid, vimos morir a personas absolutamente aptas, en todos los términos que puede implicar la aptitud. Sin duda la forma de manejarse, ese azar incauto que arremetió de forma inesperada con algunas personas y con otras no, ha producido un estado de incertidumbre. La lógica de los contagios se llenó de irracionalidades y se volvió un relato insólito. No puedo dejar de compartir el gran dolor por los docentes que murieron, como soldados en batalla, mientras esperaban que se apacigüe el desastre y vuelva la calma. Y por los que están transitando la enfermedad, algunos muy queridos amigos. Todos los que murieron fueron llenando estadísticas, y bloquearon nuestras emociones, nos dejaron un mar de tristezas y una interpelación que nos desenmascara como portadores de una posibilidad entre algunas de ser el siguiente. La maraña de una sociedad en la que se disfrazan las emociones, en la que se juega a eliminar las palabras que hablan de “el día que te pase algo”, parece detenida y a la espera de quién sabe qué. El Evangelio profetiza: “nadie sabe el día ni la hora”. Como en una película que transcurre lentamente escuchamos que hay nuevas cepas, que se combinan las vacunas, que hay nuevas olas en países avanzados, que se cierran ciudades, que se las abre, que se cancelan vuelos, se reprograman, que hay clases virtuales o presenciales, que en la China, que en Cuba, que en Singapur… Y seguimos presuponiendo y preguntándonos, si seremos aptos o seremos aniquilados, si sobreviviremos en la lucha por la vida o pereceremos en ella. Creo que haber llegado hasta aquí es una oportunidad para agradecer a Dios por estar vivos en medio de tanto desconcierto.
Graciela Jatib
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