Marzo de 2020. Julio de 2021. Los meses que pasaron entre la decisión de postergación de los Juegos Olímpicos de Tokio y su comienzo estuvieron cargados de sensaciones y sentimientos encontrados. Casi siempre la cita máxima del deporte mundial despertó la esperanza de que por algunos días el mundo olvidara sus problemas y pusiera sus ojos en un escenario de competencia mano a mano por la gloria. No siempre lo logró. Pero esta vez, una pandemia impuso un nuevo escenario. Trastocó planes. Y abrió un debate moral. Las preguntas en torno a si realmente era necesario que se concreten ocuparon horas y espacio en la prensa mundial. Y con seguridad se van a mantener durante su desarrollo. Porque, convengamos, tal cual están las cosas con la situación sanitaria, todo puede pasar. No hay garantías de que las cosas funcionen de acuerdo a las medidas. Pero la idea de llevar alegría y esperanza a la humanidad permanece inalterable.
Atrás han quedado horas y horas de debates, reuniones, negociaciones. La premisa fue, es, celebrar unos Juegos seguros, pero el temor está latente. No habrá visitantes extranjeros ni público presente; los controles serán estrictos; se establecieron límites a permanencia en la Villa Olímpica, a los desplazamientos, a los encuentros.
Es probable que el público que siga las alternativas de los distintos deportes por la televisión no note demasiado los cambios. Al fin y al cabo, la competencia se mantendrá inalterable. Es seguro, además, que en esta parte del mundo, debido a la diferencia horaria con Japón y a que el grueso de las actividades se hará a la madrugada, la mayoría de los fanáticos se perderá los espectáculos en vivo. Y que por ello las repeticiones alcanzarán un mayor valor.
También es cierto que estos Juegos, a los que se habían apuntado como una celebración mundial del final de la pandemia no tendrán ese sesgo. Más bien, serán un paliativo para cuerpo y mente ante tanto sufrimiento, dolor y angustia. Un rol que el deporte está ocupando en estos últimos meses con claridad.
Mucho se trabajó para que la cita de Tokio no siga el camino de las suspensiones que sufrieron los JJ.OO. por las guerras mundiales. O que no cayeran bajo la sombra de un boicot, como ocurrió con los de Moscú 1980 y Los Ángeles 1984. Además, una cancelación hubiera significado un enorme golpe financiero para organización olímpica y para Japón, que gastó más de 12.000 millones de dólares para construir estadios y mejorar infraestructura. Y otros miles de millones más para retrasar el evento un año.
No son buenos tiempos para el país oriental. A una campaña de vacunación lenta, se suma el aumento constante de casos de covid-19 bajo la llamada “cuarta ola”. Sectores de la población se mostraron en contra de la realización de los Juegos. Incluso, hay encuestas que muestran elevados porcentajes de opinión en contra de su realización. La realidad de que varios eventos deportivos importantes se celebraron en todo el mundo en los pasados meses sin mayores problemas (aunque a una escala mucho menor y con poca o ninguna asistencia de aficionados) elevó la moral de los organizadores.
Restricciones. Límites. Temores. Controles. Prohibiciones. Palabras nunca tan difíciles de escribir mientras se trata de hablar de deportes. Si los (quizás) Juegos más condicionados de la historia están activos, habrá que abrazarse finalmente a una idea: hasta el 8 de agosto, dejemos que mientras estén en curso, celebremos la vida.