Por José Claudio Escribano

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

La libertad de pensamiento es uno de los derechos esenciales con que nacemos, bien que desde la más remota antigüedad ha sido un batallar inacabable que todos lo entiendan de esa manera. En el siglo XXI se han sumado acechanzas que están a pleno fuego.

Las ínfulas de Enrique VIII llevaron a que decretara la pena de muerte para quienes imaginaran su desaparición y al general español Ramón Narváez, jefe del gobierno español durante el reinado de Isabel II, a mediados del siglo XIX, se le atribuye haber declarado que no era suficiente con acabar con los diarios malos; había que matar a los periodistas, según el caudal abrumador de referencias históricas a que nos remite una obra erudita del ensayista Eric Berkowitz, que acaba de editarse en Estados Unidos.

Otros tropiezos para aquel derecho: una ley federal de 1873 condenaba en Estados Unidos el uso del correo para transmitir mensajes aunque fueran “remotamente indecentes”; hasta comienzos del siglo XX, Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, estaba prohibida en colegios anglosajones por promover la imaginación sobre fantasías sexuales y la masturbación y, mucho antes de llegar al poder (1933) en Alemania, el Partido Nacional Socialista o Nazi anunciaba que los diarios, el arte y la literatura con “efectos destructivos en nuestra vida nacional” deberían ser prohibidos. En modo alguno los comunistas habían hecho algo mejor: en 1917, el decreto sobre la prensa de Lenin prohibió las críticas burguesas a los bolcheviques.

Con esos antecedentes de una historia mundial plagada de gravísimas lesiones a un derecho decisivo para la humanidad, era explicable que el juez Oliver Wendell Holmes (1841-1935), una de las mayores luminarias en la historia de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, lo hubiera definido de forma absolutamente inequívoca: “La libertad de pensamiento no es para quienes coinciden con nosotros, sino para quienes piensan de una manera que hasta odiamos”.

¿Ha sido así en los hechos, realmente? Ni quienes interpretaron al pie de la letra calificaciones tan rotundas como las de Holmes, ni las declaraciones de derechos humanos dictadas con fuerza de ley en el Derecho Internacional con posterioridad a los horrores de la Segunda Guerra Mundial, han bastado para que se respete pacíficamente decir lo que se piensa. La última arremetida proviene de la creciente cultura de la cancelación, de la que se ha dicho, con sano criterio, que por momentos proviene más de la propaganda demagógica y del empeño por arrasar con todo vestigio de viejas convenciones, incluidas las de la integridad de las familias, que del discurso crítico.

Según la prensa británica, la próxima víctima será Friedrich von Hayek, premio Nobel de Economía (1974) por “lo dañinas que han sido sus concepciones intelectuales para los estudiantes marginados”. Un grupo de iracundos, que pretende “descolonizar con cuotas de minorías étnicas” la London School of Economics (LSE), reclama la decapitación de su nombre de uno de los clubes de la universidad. No soportan que se honre al pensador austríaco, profesor por muchos años de esa casa, contradictor de J.M. Keynes, de la economía planificada y de las políticas inflacionarias, y defensor a ultranza del liberalismo.

Convertida así la historia en una especie de literatura práctica a la carta, servida a la mesa del presente por parte de individuos o movimientos sociales, nada del pasado reposa sobre concepciones firmes. En tanto, queda jaqueada la posibilidad de sostener en una concordia mínima debates y discusiones amplias sobre temas de renovada actualidad. Se espolea de continuo la consigna de dejar todo sujeto a revisión permanente, pero no para llevarlo a la confrontación de ideas, sino a la eliminación de los postulados ajenos y de quienes sean sus agentes.

Lo confirma otra información, también proveniente del Reino Unido, por la que se ha hecho saber que una de las principales escuelas de Edimburgo borrará del catálogo de textos de lectura a Matar un Ruiseñor (To Kill a Mockingbird), la novela de Nelle Harper Lee, de la que se dice vendió 40 millones de ejemplares. Fue galardonada con un Pulitzer en 1961 y con tres Oscar su versión cinematográfica. La autora había ambientado la renombrada obra en el sur profundo de los Estados Unidos durante los años de la depresión.

Gregory Peck personificó al compasivo Atticus Finch, el abogado que defiende a un hombre de color injustamente acusado de haber violado a una mujer blanca. ¿Qué ha gravitado más en la decisión escolar de que tomamos nota?

¿La condición aria del abogado defensor en la ardua y fracasada misión de salvar a un afroamericano en medio de aquella sociedad hostil? ¿O, más probablemente, el lenguaje propio de época de la novela, en que abundan vocablos como el que se marca apenas con una “n” a fin de evitar la connotación insultante de que se halla impregnado? ¿No alcanzaba, a fin de neutralizar consideraciones de tal naturaleza, el carácter antirracista del libro de Harper Lee, tal vez no lo suficientemente enérgico en ese sentido según perspectivas más modernas, pero que debería constituir de todos modos la sustancia del asunto abierto?

A veces me pregunto si la influencia de la escuela francesa de Derecho Administrativo sobre la corriente más poderosa en esa disciplina en la Argentina no debiera contabilizarse en el bagaje excesivo de normas regulatorias del Estado argentino. Acaso fue al revés: que la gravitación de la escuela francesa provino de nuestra constitución social genética proclive desde la Colonia a las regulaciones de un Estado paternalista. ¿Pero dónde estaríamos ahora, en vez de tener los argentinos el agua al cuello por el peso del eterno populismo, de haberse sentido en el país con mayor rigor la orientación liberal del pensamiento jurídico norteamericano en temas administrativos?

Si buscáramos una equivalencia en cuanto a las libertades de pensamiento y expresión, advertiríamos que ninguna doctrina va más allá que la preponderante en los Estados Unidos en defensa de esas libertades. Se lo percibe en cuestiones tan delicadas como la del Holocausto sufrido por el pueblo judío durante el nazismo, cuya absurda negación llevó en 2010 a la cárcel en Alemania a uno de sus políticos. Sin embargo, siete años más tarde no hubo medidas judiciales contra los nazis que marcharon por las calles de Charlottesville, Virginia, según recuerda el ensayo de Berkowitz, al grito de que “los judíos no nos van a reemplazar a nosotros”.

Las razones de un trato diferenciado para conductas en última instancia comunes en degradar la dignidad judía, son resumidas por Eric Berkowitz en un admirable libro, Ideas Peligrosas (Dangerous Ideas). La ley y la Corte norteamericana, dice, consideran la libertad por encima de los sentimientos.

¿Es tan así en todas partes? Es cierto que la primera enmienda sancionada en 1791, dentro de una Carta de Derechos con otras enmiendas más a la Constitución norteamericana de 1787, fue tanto o más lejos que las demás legislaciones en los propósitos protectores de la libertad. El Congreso, dice esa enmienda redactada por James Madison, no puede dictar leyes que prohíban la libre práctica religiosa, ni limitar la libertad de expresión ni de prensa, ni el derecho a la asamblea pacífica de personas ni el de solicitar al gobierno compensaciones por agravios que hubiera inferido.

La Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de 1948, dice algo parecido, cuando reconoce en su artículo 19 que todos tienen el derecho a la libertad de opinión y de expresión, y que ese derecho incluye la libertad de manifestarse sin interferencias y de buscar, recibir e impartir información e ideas por cualquier medio con prescindencia de fronteras. Sin embargo, la Corte Europea de Derechos Humanos, al sostener por igual que la libertad de expresión es un derecho fundamental, la acota si entra en colisión con otros valores esenciales de esa comunidad.

Eric Berkowitz, escritor y abogado, no pasa por alto los matices que colorean las doctrinas norteamericana y europea respecto de la libertad de expresión. Su libro lleva el nombre del festival que se ha realizado desde 2009 en Sidney, Australia, a fin de ventilar asuntos que resultan, según los organizadores, difíciles de debatir, pues van contra el pensamiento y la opinión dominantes. Desfilaron como oradores por Dangerous Ideas Julian Assange, Peter Hitchens, Salman Rushdie y Naomí Klein, y otros.

Los difusores del festival lo han presentado como la oportunidad ideal para experimentar una variedad de formas de sentirse rebelde. En el encuentro de 2014, un activista musulmán, Uthman Badar, declaró que “los asesinatos por honor están moralmente justificados”. Se le reconvino que se trataba de una idea peligrosa: mujeres de todo el mundo temían precisamente ser asesinadas por conjeturas sobre eso-de-ya-sabes-qué. Alguien extrajo el tema del terreno tan trepidante de los géneros, y despachó al orador con la observación de que el honor también se invoca para justificar la guerra.

La conciencia humana (utopías, sueños, memoria), decía la gran escritora brasileña Nélida Piñón en reunión entre buenos amigos, depende de la cultura, y ésta, de la época de la que hablemos. La Biblia y Shakespeare fueron purgados de partes consideradas inapropiadas, en palabras de un colega citadas por Berkowitz, “para ser leídas por un caballero en compañía de señoras”.

Edmund Gibbon se vio en situación de remover de su famosa Historia de la Declinación y Caída del Imperio Romano pasajes en los que describía cierto tipo de conductas inmorales. Quien tome nota de sustantivos y adjetivaciones, lanzados al vuelo aquí por algunas candidatas en el comienzo de la campaña electoral, confirmará que vivimos otra hora.

Para ceñir aún más en el tiempo y el espacio el comentario de Nélida Piñón, deberíamos volver al agudo juez Holmes. El carácter de cada uno de nuestros actos, sentenció el magistrado, depende de las circunstancias en que son hechos. De ahí dedujo que la más rotunda protección de la libertad de expresión como la que él proponía no protegería a un hombre que falsamente gritara ¡Fuego! en un teatro colmado, causando, por lo menos, pánico. De modo que la ley tenía el deber de prevenir situaciones de “claro y presente riesgo”, y sólo en las más extremas y urgentes circunstancias podía el gobierno interferir las palabras.

Hace poco, los curadores de los premios Bafta a las mejores producciones cinematográficas y televisadas, equivalentes en Gran Bretaña a los Oscar de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, dispusieron que las obras debían atenerse a un trato correcto con los homosexuales, las minorías étnicas, etcétera. Mark Steyn, escritor conservador de origen canadiense, denunció que eso podría llevar a un arte falso, plomizo, politizado.

Sin necesidad de entrar en tales controversias, las manifestaciones de Steyn comprueban un interesante giro histórico desde que era casi un coto de la derecha restringir la libertad de expresión por cuestiones de sexo, obscenidad, sedición o irreligiosidad. Ahora, las iniciativas restrictivas parecen estar en manos de las tendencias más progresistas, pero a fin de poner límites bajo la bandera de la no discriminación.

Tiempo atrás, en el caso de una ciudadana austríaca que había calificado de “pedófilo” al Profeta de los musulmanes a raíz del matrimonio que se le atribuye con una menor, la justicia europea distinguió entre los dichos gratuitamente ofensivos y los de otro carácter. Seguramente los jueces norteamericanos hubieran sido más permisivos. No debe olvidarse el famoso caso The New York Times vs. Sullivan, de 1964, fuente originaria de la doctrina de la real malicia. Allí la Corte Suprema dictaminó que los Estados Unidos están comprometidos con el principio de que los debates públicos deberán ser desinhibidos, robustos, abiertos, y pueden incluir ataques sobre funcionarios públicos vehementes, cáusticos y desagradablemente filosos.

La guerra ha uniformado en todo tiempo la mano dura restrictiva sobre la libertad de informar. Napoleón había prohibido hablar de derrotas militares y proscripto, como recuerda Bercowitz, la lectura de Tácito cuando reconstruye cómo cayeron los tiranos. En la guerra de 1914-1918 los franceses ignoraron por completo, a raíz de la censura de prensa, que había caído, en los alrededores de Verdún, el fuerte Douamont a manos de los alemanes, pero se enteraron con alegre estupor de la “recuperación” tan pronto ésta se produjo.

Otro tanto ocurrió con los demás países en guerra, incluidos Estados Unidos y el Reino Unido, y obviamente, Alemania y Rusia. En la más trágica de las circunstancias, los japoneses idearon circunloquios fenomenales después de Hiroshima y Nagasaki. Ante el primero de esos dramas comenzaron por decir que se habían producido “ligeros daños”; ante el segundo, que “un nuevo tipo de bomba” había caído sobre la ciudad.

“Aun cuando todo el género humano -escribió Hume, en 1742- concluyera de forma definitiva que el Sol se mueve y la tierra está en reposo, esas conclusiones seguirían siendo falsas y erróneas para siempre”.  Quería decir que la verdad no depende del voto, que la verdad no es una cuestión de voluntad.

Sin embargo, cuando observamos en la contemporaneidad un recrudecimiento de los relatos políticos falsos de toda falsedad, el tema inacabable sobre los límites a la libertad de pensamiento y de expresión parece en un sentido ceder en gravedad frente a lo que ensayista norteamericano Jonathan Rauch, autor de La Constitución del Conocimiento, categoriza como la crisis epistemológica de la verdad.

Los casos de Trump, los escándalos públicos por corrupción tergiversados hasta lo inaudito en la política argentina, el vertedero de millones y de millones de trolls y de bots por Internet, que ensucian el conocimiento como no había sucedido antes en la historia de la Humanidad, abren definitivamente una nueva etapa. Rauch la denomina como “la del colapso de los estándares compartidos de la verdad.”

“Ocurre -dice Rauch- algo peor que no estar de acuerdo sobre la política: no se está de acuerdo sobre la naturaleza de la verdad misma”. Apela, desde luego, al evangelio de San Juan: “La verdad nos hará libres…”, cuando advierte que “la desinformación viral y la indiferencia por la verdad ha generado un cinismo profundo sobre los beneficios de la libertad de expresión y los ideales liberales”. De eso hablábamos con amigos académicos el miércoles a propósito de que, a la gran crisis del país, la potencia la crisis en que ha entrado nuestra civilización.

Es hora de reaccionar, ¿no es cierto?

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José Claudio Escribano - Ex subdirector del diario La Nación, ex presidente de Adepa, ex presidente y miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo.