Por Daniel Medina
Hay algo de "enfant terrible" en el poeta tucumano Pablo Romero. Su nuevo libro, Palabras Tectónicas (Inflorescencia Editorial) confirma un talento desbordante, sobre el que el poeta tiene un control absoluto.
Romero nació en Tucumán, en 1999. Además es editor y traductor. Su primer libro “Los días de Babel” lo publicó en México, en 2015. Además, compiló junto a Rosa Berbel la antología Orillas, una muestra de poesía joven hispanoargentina. Desde 2019 codirige Aguacero Ediciones, editorial de poesía y traducción con sedes en Buenos Aires y San Miguel de Tucumán. Residió en Eslovaquia como estudiante de intercambio de Rotary International y traduce poesía eslava.
Ha sido parcialmente traducido al italiano y portugués. Actualmente cursa el Profesorado y la Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Tucumán.
La publicación de Palabras Tectónicas ha sido la excusa perfecta para mantener esta charla.
Inflorescencia Editorial festeja 3 años de trayectoria independiente y autogestiva¿Cómo fue tu acercamiento a la lectura y escritura? ¿Cuáles fueron los libros que te llevaron a escribir?
Mi papá vendió libros de puerta en puerta por varias provincias del país durante once años. Mi mamá es maestra. Nací en una casa poblada por Julio Verne, Emilio Salgari, Roberto Artl, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Delmira Agustini, Rafael de León. Aprendí a leer a los cuatro años, pero no supe leer poesía hasta los once. No sé qué me llevó a escribir, porque la respuesta correcta es: todo. Recuerdo con especial cariño los manuales y enciclopedias. Yo leía textos científicos como si fueran literatura. Toda la palabra escrita me parecía literatura, todo tenía un valor incalculable porque todo hablaba de un mundo desconocido, por conocer. No me interesaba la poesía ni la narrativa, me interesaba la palabra. Eso no ha cambiado. Descubrí a una edad muy temprana que la literatura es mucho más que un juego de palabras: la literatura es una forma de la pasión.
La obra tiene prólogo del poeta Tomás Litta, reseña de contratapa de Gabriela Borrelli Azara, ilustración de tapa de Verónica Corrales, diseño y maquetación de Ricardo Ordóñez, edición y coordinación de Gabriela Olivé.
Pese a tu juventud, ya tenés varios años escribiendo poesía. ¿Qué cambió entre Los días de Babel (2015) y este poemario que ahora publica Inflorescencia?
Yo creo que el estilo y las búsquedas temáticas son las mismas, uno no puede curarse de sus propias obsesiones. Me sigue interesando la idea del nacimiento, el habla, la memoria, la escritura como oficio, el lenguaje como protagonista. Pero siento que la brecha de siete años entre mi primer libro y este agudizó ciertas reflexiones sobre el oficio y la forma de abordar mi propia escritura.
Ahora escribo menos y con mucha más calma. También me alejé de ciertas formas que a mis quince años aún estaban contaminadas por mis primeras lecturas, que han sido fundamentales para la creación y el desarrollo de mi estilo, pero también un arma de doble filo: arrastraba en mis palabras las formas de los poetas que admiraba a los quince: Pizarnik, Gimferrer, Orozco, María Panero. Aprendí mucho de ellos, pero luego decidí que mi voz debía ser mía.
“Palabras tectónicas” parte de una cita de Deleuze sobre la escritura y el amor. Yo creo que cada poema es una pequeña carta, que la escritura de ese libro fue mucho más empírica, más atravesada por la corporalidad y la experiencia. Esto no quiere decir, bajo ningún concepto, que los poemas deban leerse en una clave de “verdad”, sino, por el contrario, deben ser entendidos bajo la categoría de ficción, ese espacio hermoso entre la verdad y la mentira que nos regala la literatura.
Marguerite Duras dice que siempre se escribe el mismo libro. “Palabras tectónicas” (2022) y “Los días de Babel” (2015) tienen muchísimos puntos en común, pero ahora escribir me resulta más difícil porque soy más consciente del lenguaje y dejo pocas cosas al azar. Eso le envidio a mi yo de quince años: la libertad formal, la valentía, el imaginario de la lengua.
Inflorescencia Editorial lanza su catálogo digital de libros disidentes¿En qué te beneficia ser traductor a la hora de escribir poesía?
Aunque la poesía y la traducción tienen en común el acto de escribir, la operación que realiza el traductor es inversa a la que realiza el poeta: mientras el poeta se encarga de trabajar en la construcción del sentido, en la traducción el propósito principal debe ser el acto de desmontar elementos de un texto para poner nuevamente en circulación sus símbolos, y (en palabras de Octavio Paz), devolverlos al lenguaje.
No es posible traducir un poema: la traducción no es más que un acto metonímico, mientras la escritura de poesía parte de una premisa auténtica, creadora. La palabra es polisémica, está cargada de significados, y en el momento mismo en que una palabra se relaciona con otra para construir una oración la verdad del sentido me es revelada; pero ese sentido no puede ser idéntico a su original: debo reinventarlo. Traducir es otra forma de crear: no importa si estoy traduciendo o escribiendo, de cualquier forma el lenguaje me hiere y me cautiva.
La escritura de poesía y la traducción me obligan a jugar con las palabras. Eso tienen en común. La traducción agudiza mi escritura: me permite ver los procesos y las búsquedas de los autores que amo desde un lugar otro, me obliga a leer y des-leer, me es posible desarmar el lenguaje para trabajar con él como si una verdad me fuera regalada.
La traducción y la escritura no son más que funciones especializadas y complementarias de la literatura.
Sé que estuviste viviendo en Eslovaquia e incluso hiciste traducciones de poesía eslava. Contame un poco de la experiencia de vivir ahí. ¿Cómo es el campo literario, cómo se diferencia del tucumano?
Quise aprender checo y eslovaco luego de escuchar a Clara Janés hablar de su amor por Vladimir Holan: la traducción y la escritura son actos de autodescubrimiento. Vivir en Eslovaquia reforzó en mí el sentimiento de no pertenecer a ninguna parte. Me ha obligado a pensar en mi lengua, en mi historia, en mi identidad, en mi incertidumbre. Esto que digo no es nuevo. La literatura de los últimos cien años se ha construido bajo la premisa de la ajenidad.
Para hablar de las diferencias literarias entre Eslovaquia y Tucumán tendría, lamentablemente, que generalizar. La literatura eslovaca de mediados y fines del siglo XX tiene una fuerte tendencia solemne y surrealista, que aún es visible en las producciones del siglo XXI. La lengua escrita es mucho más formal, y en muchos casos completamente distinta a la lengua hablada. Tengo la impresión de que en español la experimentación con el lenguaje ha sido mayor, que en Latinoamérica la producción realizada por jóvenes tiene mucha fuerza y visibilidad, que en Argentina hay un gran catálogo de editoriales independientes que permiten la circulación de muchísimos tipos de textos. En ese sentido somos muy privilegiados.
Estás cursando el Profesorado y la Licenciatura en letras en la Universidad Nacional de Tucumán. ¿Le recomendarías a alguien que quiere ser escritor estudiar Letras?
Nada enseña a escribir. Se aprende a escribir leyendo, a través de la abstracción, y a veces ni así. Hay que leer muchísimo para poder saber, con certeza, nada.
Pero estoy convencido de que los estudios formales brindan herramientas teóricas, abren discusiones y generan conclusiones que en un contexto autodidacta no es imposible pero sí difícil de arribar. Recomiendo estudiar Letras a quienes tengan especial interés por la investigación, la enseñanza, la lingüística y los estudios literarios. Sin embargo, estoy de acuerdo con Paul Valéry cuando afirma: “amo los actos y los ejercicios del espíritu, no la literatura”. Yo estudio Letras porque no podría hacer otra cosa. Porque de algo hay que vivir. Porque el futuro es doloroso e incierto. Yo no amo la literatura: yo amo todo aquello que la circunda.
La universidad (aunque a veces quieran vender la idea de que sí) no crea poetas, ni críticos, ni mucho menos lectores. Un título es otra cosa.