La tentativa de homicidio de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner es una señal contundente del destino que aguarda al país si la dirigencia no cambia sustancialmente los términos de la contienda política, y se “ata al mástil de la Constitución” y a su programa de distribución del poder que garantiza la paz social. La metáfora proviene de La Odisea: explica la decisión dramática que tomó Ulises para no caer en las tentaciones que prometían los cantos de las sirenas. Ese poema épico describe con precisión escalofriante el trance argentino. Si las autoridades llamadas a liderar con el ejemplo no rectifican la trayectoria contraria a cualquier consenso duradero que cultivaron durante las últimas décadas, lo que espera es la anarquía de la que nadie saldrá indemne.
Las balas permanecieron en la recámara del arma que empuñaba Fernando Sabag Montiel, al parecer un fanático cebado por las tensiones que imperan en el país desde los alegatos de la causa “Vialidad”, y el clima de violencia y de odio que hace estragos en el mundo. Es un alivio y un rapto de la fortuna que el plan magnicida haya fracasado, pero sería un error quedarse con eso. Algo está muy enfermo en la Argentina para llegar hasta ese punto de desquicio. No ver o seguir ignorando las causas profundas del pantano y la zozobra en las que el país está inmerso tendrá un costo impagable. Tal vez esta sea la última oportunidad para rechazar la locura y la irracionalidad, y abrazarse a la racionalidad democrática y republicana.
Desgraciadamente después de tamaño susto se divisan síntomas de la misma polarización irresponsable que llevó al navío nacional hasta esta antesala del naufragio. No se está aprovechando la consternación colectiva y la inquietud que los hechos producen para frenar el curso de la inercia, y dar un mensaje de unidad donde quizá todos los líderes políticos pierdan algo para que todos ganen con la reconciliación. Esta es una condición sine qua non para que sea posible cualquier contrato y progreso social. ¿Por qué? Porque la destrucción de las bases institucionales acarrea inevitablemente la destrucción de la ciudadanía que aquella debe amparar.
La coyuntura reclama más que un mensaje de condena. Rechazar un intento de homicidio es una reacción obvia, pero esa primera buena actitud deviene irrelevante si no va acompañada de hechos capaces de llevar tranquilidad a una población castigada por males emergentes de la incapacidad del sector político para acordar criterios básicos. ¿Qué es acaso la inflación sino una prueba de un liderazgo que no supo o no quiso conservar el valor de la moneda porque prefirió rendirse “ante los cantos de sirena” de los beneficios partidistas y personales cortoplacistas ligados al gasto público descontrolado?
Esta ventaja instantánea del poder, que patea hacia adelante los problemas urgentes, es la que estaría tocando fondo. Los relatos para abroquelar a los propios contra los otros ya no pueden ser estimulados. No vale acusar como si se estuviese libre de culpa. La Argentina es un país donde la mayoría de la dirigencia lleva décadas de protagonismo: nada de lo que diga o haga acerca de esta tentativa de homicidio puede estar exenta de una reflexión autocrítica. Si eso no sucede, lamentablemente la responsabilidad por incitar a la agresión y al ataque desmesurados volverá a ser ajena, es decir, de nadie.
Cuenta La Odisea de Homero que Ulises salvó su barco. Para lograrlo no sólo se amarró con fuerza a él, sino que también untó con cera los oídos de los integrantes de su tripulación para que aquellos no dejaran de remar mientras navegaban por la zona de influencia de esas canciones que prometían máximos placeres que, a posteriori, provocarían efectos mortíferos. Ulises sabía que si se detenía nunca iba a llegar a su patria, Ítaca, el lugar donde habitan los seres, los recuerdos, la cultura, la historia y el porvenir añorados. Esa Ítaca es la Argentina que aún se puede alcanzar si las autoridades deciden atarse al mástil de la paz social.