Las estadísticas revelan un estado de situación. Capturan un momento para describirlo, analizarlo y dar cuenta de la complejidad de aquello que llamamos sociedad. Pero cuando se trata de pobreza, las cifras revelan más que un estado general del presente. Nos arrojan un panorama que duele, un saldo pendiente sin resolver hace décadas por más promesas de campaña e intentos milagrosos de solucionar el problema.
Esta semana el Indec precisó los índices que afectan a las poblaciones más vulnerables y en su informe semestral detalló que más del 50% de los niños siguen bajo la línea de la pobreza, según la última Encuesta Permanente de Hogares.
Este porcentaje representaría a 5,5 millones de niños y niñas menores de 14 años, en base al último censo, y lo peor de todo es que 1,3 millón de ese grupo están afectados por la indigencia. Si bien el número de chicos que están en situación de pobreza bajó respecto al mismo período del año anterior, aumentó en 14.300 la cantidad de niños indigentes. Es decir, son más los infantes que viven en hogares en donde los ingresos no llegan a cubrir la compra de la canasta básica alimentaria.
A diferencia del año pasado, las estadísticas deberían mostrar una población en vías de recuperación de los efectos económicos de la pandemia, sobre todo en un sector de la población que fue golpeado duramente durante el tiempo de restricciones.
Es ese sector de la producción que trabaja por changas, sin aportes previsionales, sin estabilidad y en situaciones de desprotección. Sin embargo, los padres de esos niños pobres e indigentes no vieron mejorar su situación: la pandemia los afectó y ahora la economía sigue castigando sus bolsillos. Los números entonces, por más fríos que parezcan a veces, siguen siendo la radiografía de la realidad que vemos a diario en las calles. Son el dato cruel que se esconde más allá de las principales avenidas de cualquier ciudad de la Argentina, por más luces, adornos y remodelaciones que tengan su paisaje urbano.
Los niños pobres de hoy no son los hijos de la crisis de 2001. Son miembros de una generación que nació al ritmo de los precios récords que supieron tener los alimentos en los primeros años del nuevo siglo y son los beneficiarios de diversas medidas asistenciales casi imposibles de enumerar a pesar de los cambios de gobierno.
Son también parte de la denominada economía del conocimiento, donde las tecnologías prometen el cambio revolucionario en las formas de vida, a pesar de que la mitad de los trabajadores del futuro ni siquiera acceden a los alimentos básicos para desarrollarse sanamente. Son además un sector de la población que debería haberse beneficiado con las denominadas políticas de inclusión, diversidad e igualdad.
Sin embargo, son todavía pobres y marginales, con un futuro cada vez más difícil y lejano a las promesas de empoderamiento enarboladas tantas veces.
Como ocurre cada seis meses, estos días la pobreza volvió a estar en la agenda de los dirigentes, oficialistas y opositores. El dato del Indec agita los ejes de sus discursos para expresar sus preocupaciones o denunciar a los responsables de la tragedia.
Sin embargo, en pocos días más, la urgencia cederá a otro tópico que sirva solo a sus intereses. Mientras tanto, el presente y el futuro de los chicos seguirá a la deriva, hasta la próxima estadística que vuelva a recordarnos que la pobreza infantil está entre nosotros, como una herida que nunca cicatriza.