Por Hernán Carbonel
Escritor para LA GACETA
“Tienen que acostumbrarse a que un día ese momento va a llegar”, nos dijo una vez mi compañera, a mi hijo y a mí, tras uno de esos dubitativos cambios de temporada en que el “Muñeco” ponía en jaque su continuidad en la dirección técnica del “Millonario”. Justamente: era lo que no queríamos. Sabíamos que llegaría, pero no podíamos aceptarlo.
La renuncia de Gallardo a River: una historia de amor y gratitud“Empiezo por el final, terminaré en el principio”, dice la canción del Indio Solari. Juguemos con esos vaivenes temporales.
El día que Marcelo Gallardo debutó, en aquel partido que se definió por penales contra Ferro, habíamos ido con mi compañera a ver un recital. Acertadamente, el dueño esperó a que terminara la tanda de penales para abrir escenario. Debo decir que el dueño del bar es hincha de Chacarita, pro-bostero y anti River, pero estuvo bien. Le ganó la veta “hagamos feliz al cliente” antes que el amor por la camiseta. No sabíamos, entonces, entre el rock y los tiros desde los doce pasos, lo que el destino nos tenía reservado.
Gallardo se va de River como el técnico más ganadorCuando volvimos al paraíso, aquella noche del 2 a 0 a Atlético Nacional, un 10 de diciembre -fecha patria si las hay- mi hijo tenía cuatro años y medio. Se quedó dormido sobre la mesa ratona, perdiéndose los festejos. Lo llevé a su cama, vestido ya con su querida banda roja, y volví a ver la fiesta monumental. Me arrodillé frente al televisor, en el piso, y agradecí a los dioses del olimpo futbolero por ese obsequio maravilloso. En ese momento entró mi padre, que estaba pasando unos días en casa. “Estás loco”, me dijo, “¿tanto lío por un campeonato?”. Yo, que creía haberme hecho hincha de River por él, quedé estupefacto ante el enunciado. ¿Cómo no comprendía él la magnitud del suceso?
Seis meses después, mi padre se moría en una cama de geriátrico. Había perdido ya su lucidez mental. No sólo no se enteró que iba a ser abuelo por segunda vez, tampoco se enteró que River, de la mano del “Muñeco”, ganaba la Libertadores, después de diecinueve años, y medio país se iría con él a Japón.
9 de diciembre de 2018: los veintiocho días anteriores habían sido como un limbo: estaba disperso, distraído, no podía pensar con claridad, me chocaba las paredes, como si la mente primero y el cuerpo después hubiesen perdido noción de sus límites y alcances. La tarde anterior a la final de nuestras vidas, una tormenta eléctrica nos había quemado el router de internet. Me pasé el entretiempo y buena parte de los primeros minutos del segundo tiempo luchando con una operadora de Telefónica para hacer la instalación a distancia. Miraba el partido en cuentagotas, iba y venía, mi hijo hacía zapping y ponía dibujitos animados porque no soportábamos los nervios. Lo último que recuerdo en el televisor es el palo de Jara. Y los gritos de los vecinos un rato después, y el rezo para que ese grito y ese desahogo fuera también nuestro y no de los de enfrente. Sí: nos habíamos perdido la heroica corrida del “Pity” Martínez en vivo y en directo, pero qué importaba, la suerte estaba echada y la Gloria sería Eterna.
“Asumió cuando yo tenía cuatro años”, me dijo mi hijo ayer, después de que Gallardo anunciara que no renovaría su contrato. “Crecí con él, me hizo dar cuenta de lo que genera el fútbol. Grité, lloré, festejé, todo con él”. Y cambió la voz del narrador: “me hiciste enamorar del fútbol, Muñe”.
¿Por qué a veces necesitamos contar nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestras penas y nuestras felicidades, a través de la voz de los otros? Quizás porque nos queda grande el corazón para meterlo en un mejunje de palabras. Quizás porque el objeto de análisis -en este caso, la salida de Marcelo Gallardo de la dirección técnica de River- nos abruma, nos subyuga, nos excede.
Porque la voz de los otros es nuestra también cuando cantamos en la cancha: una voz individual que se vuelve colectiva, o una voz colectiva que adoptamos y hacemos nuestra.
También podríamos recopilar twitts o posteos ajenos, hacer una antología de opiniones que no nos pertenecen para tratar de definir lo que nos pasa cuando las palabras propias, como decía el poeta, se adelgazan.
Porque Gallardo atravesó todo eso: la pareja, la paternidad, la condición de hijo. Como bien reza el subtítulo de “Para Félix”, el libro de Andrés Burgo: “La aventura de recibir y transmitir la herencia gallina, una historia de padres e hijos”. Gallardo nos hizo felices, pero no sólo en el rectángulo de verde césped: nos enseñó a ser mejores personas, a pensar mejor, a respetar al otro, a sentir mejor.
Como dice la canción de Estelares: “Y recordé todo, especialmente el corazón, el corazón sobre todo. Todo lo llevo perfecto, lo que aún no se ha roto. Guardado, aquí adentro en mi pecho izquierdo”. Sí, del lado que va la banda roja, esa que nos cruza el alma desde el origen de los tiempos.
Vaya tranquilo maestro, que hoy nuestro corazón está roto, pero usted ya nos enseñó cómo arreglarlo.
PD: hoy es el Día de la Madre y Gallardo se despide en el Monumental. Habíamos quedado, con mis hermanas, en llevarla a mamá a cenar afuera. Tengo que contarles de algún modo, hacerles entender de algún modo, que no puedo ir a cenar, que tengo una cita con la Historia, ahí, en casa, frente al televisor, para la despedida monumental. Aún no se los dije. Espero me entiendan.