Por Juan Ángel Cabaleiro

Para LA GACETA - TUCUMÁN

En el ómnibus comienzo a leer un cuento de Samanta Schweblin; se llama «Bajo tierra» y adelanto que es buenísimo. El primer párrafo, corto, nos mete con sutileza en un clima de gran misterio: un viajero entra en un bar de carretera, aislado y solitario, y se dirige a la barra. La atmósfera, creada en unas pocas líneas, es sugerente. El hombre pide una cerveza y se la sirven. Sabemos que algo va a ocurrir. Entonces aparece la primera línea de diálogo, en boca del barman:

«¬Son cinco pesos¬ dice».

¿Cinco pesos?, me pregunto, inevitablemente, ¿Qué cerveza puede valer cinco pesos? ¿En qué año se escribió este cuento? Averiguo que en 2009 y pienso en aquel año, en todo lo que aumentó una cerveza desde entonces… Y vuelvo a la lectura con ese pensamiento subrepticio, incordiando: la magia de la ficción, ese sueño lúcido del que hablaba García Márquez, ya se ha roto y hay que volver a convocarla. Una grieta sutil se ha colado: es el problema de la inflación, que todo lo perturba, y del que ni autores ni lectores estamos exentos.

Tampoco los autores, claro, porque me pregunto cómo hará un escritor de novelas policiales, por ejemplo, para ponerle monto a un rescate, a un soborno o a un botín, sin que suene a chiste con el paso del tiempo. Los imagino actualizando las cifras en cada revisión, remarcando, planteándose la idea ridícula de dolarizar su texto o expresarlo en especies.

Porque el escritor argentino, sometido al fantasma de la inflación, tendrá que desarrollar esa habilidad novedosa. Calcular el bolso o portafolios en que el maleante ―¬legislador o funcionario¬― transporta el fruto de su peculado dependerá, no solo del monto, sino de la máxima denominación de los billetes. No se puede entregar un millón de pesos en un sobre, porque no entran. No se puede sobornar en la Argentina y ser discreto. Todos estos asuntos que hacen a la verosimilitud de la escena añaden complicación a la vida de nuestros narradores. Aquel drama tremebundo de la señorita que necesitaba doscientos pesos para salvar el honor de su familia hoy nos resulta incomprensible. ¿Por qué no los paga? ¿no va a tener doscientos pesos, acaso?, es lo primero que se nos ocurre. Después, sí, nos ponemos en situación y comprendemos que en aquellos años esa plata era mucha. Pero nunca podremos saber exactamente cuánto, y nunca podremos evitar esa maldita intromisión del cálculo.

La inflación, en cualquier caso, como asunto serio del panorama literario nacional, arrastra más y peores consecuencias. Desalentaría la creación de obras como El jugador, de Dostoievski, en donde las cantidades de dinero se mencionan en cada página, y sus valores relativos son muy pertinentes en la trama. Allí, el personaje apuesta, gana y pierde, pide prestado… se habla constantemente de dinero. ¿Qué autor argentino se atrevería con algo así? Son temas prohibitivos que implican innúmeras aclaraciones o sobreentendidos. Pero surgen también otros nuevos gracias a la inflación: La uruguaya, de Pedro Mairal, es uno de esos casos en que la trama tiene que ver con el cambio de moneda, las restricciones y un accidentado viaje a Uruguay a retirar dólares. La pregunta, en este caso, apunta a los lectores: ¿cuántos en el mundo podrán entender, cabalmente, historias como esa? Literatura e inflación, pienso.

Con estas ideas y el libro de la Schweblin en la mano recorro la noche tucumana y entro en un bar. El ambiente tranquilo y la música propician reflexiones superfluas. Al rato, junto con la cerveza termino estos apuntes y me acerco a la barra con una vaga ilusión literaria. Pero a la realidad no le gustan las simetrías ni los anacronismos leves, sino las groseras exageraciones:

―¬Son quinientos pesos¬ dice.

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Juan Ángel Cabaleiro - Escritor.