Pareceres: amarga victoria, dulce derrota

Por Walter Gallardo, desde Madrid, para LA GACETA.

Pareceres: amarga victoria, dulce derrota
08 Octubre 2023

Ningún candidato es ajeno a las reglas del sistema parlamentario español en unas elecciones generales: saben que quien reúne más apoyos en el Congreso se lleva la presidencia del gobierno, independientemente del resultado individual. Es decir, el candidato que consigue más diputados a su favor, ya sean estos de su partido o la suma de los suyos con los de otros, acaba siendo presidente. Esto significa que salir triunfador en las urnas no garantiza la obtención del cargo, excepto en caso de mayoría absoluta, fijada en 176 escaños. Y cuando se produce un bloqueo, no se contempla segunda vuelta, como en algunos países, sino repetición de elecciones.

No obstante, estas normas básicas parecen no haber sido emocionalmente asimiladas por quien fue el más votado en las elecciones del 23 de julio pasado, el candidato del derechista Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. Logró entonces el 33,05% de los sufragios, seguido del actual presidente Pedro Sánchez, candidato del Partido Socialista con el 31,70%. La diferencia fue de apenas 1,35%, pero en la aplicación del sistema D’Hondt esto se traduce en 137 escaños para el primero y 121 para el segundo. Así las cosas, cada uno de ellos se ve obligado a desplegar su capacidad o habilidad de pactos. Ya le ha tocado hacerlo al ganador: habló con algunos partidos, no con todos, y encontró sólo el apoyo de la fuerza ultraderechista Vox, con 33 escaños, de Unión del Pueblo Navarro, con uno, y de Coalición Canaria, también con uno. Los demás se resistieron a atender la llamada o fueron a escucharlo por educación y con la advertencia de que perdía el tiempo. Frustrado, incluso invitó a Sánchez, a quien le pidió la abstención socialista a cambio de un mandato reducido a 24 meses. Al cabo de ese tiempo, él, Núñez Feijóo, llamaría a elecciones. Sánchez le devolvió una sonrisa de jugador de póquer al comprender que, en realidad, le estaba pidiendo prestada la silla para luego quedarse con ella.

Con este panorama, concurrió al debate de investidura conociendo el resultado de antemano: 172 síes contra 178 noes. En el recinto, al presentar su propuesta de gobierno, cometió otro error de peso: herido, y como si le sobrara el cariño parlamentario, intentó humillar a quienes no le concedieron la confianza y poner en duda la legitimidad de cualquier otra alternativa que no congeniara con la suya. Se sintió incluso autorizado para trazar una línea moral y poner a quienes piensan distinto del lado, dijo, “del voto de la indignidad”. Los acusa, sobre todo, de no respetar el resultado de las urnas. Pero no era un argumento sólido. De hecho, no han tardado en recordarle que en una sucesión de elecciones municipales y autonómicas, en alianza matrimonial con Vox, él mismo avaló la conformación de gobiernos sin respetar las listas más votadas, arrebatándole al socialismo Castilla y León, Extremadura, varios ayuntamientos importantes de Castilla La Mancha, y, en otro momento, con distintas alianzas, la comunidad y el ayuntamiento de Madrid o la comunidad de Andalucía. De este modo, salió del Congreso con su amarga victoria, dejando un reguero de reproches y amenazando con una oposición agresiva, aunque nadie ignora que la ejercida hasta ahora ha sido una de las más ásperas que se recuerden. En estos días se pasea por los medios pidiendo nuevas elecciones. No se le ha oído ninguna autocrítica. Quienes lo conocen dicen que no es enteramente su estilo sino un recurso para sosegar al ala dura de los suyos. Quizás tienen algo de razón. No hay que olvidar que se hizo con el mando de su partido tras una noche de cuchillos largos en la que se obligó a renunciar a Pablo Casado, el anterior presidente. Ese episodio, que lo contó como actor protagónico, seguramente sigue fresco en su memoria y se ha transformado en un escalofrío que sube y baja por su espalda.

Ahora es el turno de la investidura de Pedro Sánchez. Y no se puede hablar de certezas. Como lo hiciera antes con Feijóo, el rey Felipe VI, le encargó la formación de un gobierno al actual presidente. Ha empezado ya una serie de negociaciones con distintas fuerzas y con algunos interlocutores a los que no hubiera querido ver; negociaciones que están abiertas por separado y se desarrollan de forma simultánea. A su fama de sobreviviente de decenas de batallas, le queda una gran página por escribir, tal vez la más ingrata: seducir comprometiéndose a incumplir promesas de su campaña electoral, abandonando antiguas convicciones y, sobre todo, cediendo en cuestiones que causan urticarias hasta en sus propias filas. Debe llegar a una mayoría de 176 en una primera votación o a una mayoría simple en una segunda. A sus 121 votos, se unirán sin demasiada discusión los 31 de Sumar, el partido de su vicepresidenta segunda y nueva estrella de la izquierda, Yolanda Díaz. A partir de allí, la senda que conduce a la Moncloa es sinuosa y controvertida. Los partidos vascos, PNV y Bildu le han mostrado simpatía, pero también una lista de deberes. El primero viene de una raíz conservadora y está enfrascado en una dura lucha por la hegemonía en la región con el segundo, por lo cual teatraliza con más carácter sus exigencias. Por su lado, Bildu cuenta entre sus miembros más prominentes a antiguos militantes y defensores de la banda terrorista ETA, desaparecida hace 12 años. Pocos demócratas quieren desteñir su prestigio apareciendo en una foto con ellos. Arnaldo Otegui, su líder, perteneció al ala militar de ETA y ha sido encarcelado en cinco ocasiones. Su respaldo es oro puro en este momento. En cualquier caso, nadie duda de que tanto un partido como el otro finalmente se inclinarán por un gobierno progresista.

El rasgo más crítico y paradójico de las conversaciones se presenta con los partidos independentistas de Cataluña: Esquerra Republicana y Junts. Algunos de sus dirigentes han sido juzgados y condenados por llamar a un referéndum ilegal de independencia en 2017 y otros, como el líder de Junts, Carles Puigdemont, han sido declarados prófugos por la justicia española. Los dos han tenido resultados desastrosos en la elección del 23J y actualmente luchan por el protagonismo ante un electorado que ha empezado a escatimarle la confianza. Con siete escaños cada uno, y con un discurso apolillado y monótono, les cayó del cielo la llave de la investidura en el momento de mayor debilidad. Entre otras cosas, exigen a cambio de su voto una amnistía para quienes protagonizaron los hechos que pusieron al país en peligro de secesión hace 5 años y, además, aunque con más énfasis que realismo, un compromiso para convocar a un nuevo referéndum de independencia, algo que no prevé la Constitución. Para una parte del espectro político, y en particular para los ánimos crispados de la derecha y ultraderecha, un acuerdo de esta naturaleza significaría que unos pocos, los que dicen no sentirse españoles, dispongan de los destinos de la nación.

A estas horas nadie arriesga un pronóstico ni descarta que la población vuelva a las urnas a principios de 2024. Desde el socialismo, se piensa que si finalmente las negociaciones logran encajar todas las piezas, la fortaleza del pacto debería basarse en una unión duradera en proyectos legislativos y de gestión para contrarrestar la previsible batalla sin cuartel que se librará tanto en el Congreso de Diputados como en el Senado. Si no es así, admiten, el mandato de Pedro Sánchez siempre estará en peligro y la de hoy, esta dulce derrota, se transformaría en otra sin matices y sin clemencia.

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