Llovían los insultos y la situación podía empeorar: no iban a jugar con ese color

Camiseta de Atlético. Camiseta de Atlético.

Se van al descanso, 0 a 0 amarrete para Atlético. Al entretiempo lo matizan las quejas por el penal que Irusta le había atajado a Daniel Hernández; también los lamentos por una salvada en la línea tras un tiro de Héctor Cativa. Pero el Monumental distaba de estar lleno. La cabecera de la Bolivia era toda para la gente de Talleres -aquellos felices tiempos con hinchadas visitantes-, todo en un ambiente de camaradería teniendo en cuenta la histórica amistad entre las barras. Entonces, lo impensado. Esa clase de episodio que navega a medio camino entre la anécdota, la nota al pie de página en los libros de historia y el clásico “yo estuve ahí” de las charlas de café.

La cuestión es que empiezan los chiflidos, primero en la platea baja y de ahí contagiados al resto. ¿Qué pasa? Pasa que los jugadores trotan para empezar el segundo tiempo enfundados en la más extraña de las camisetas que Atlético haya lucido. Naranja, con rayas blancas en los hombros. Los hinchas no entienden nada, pero los silbidos del descontento inicial mutan en insultos. Cualquier tonalidad que en la gama cromática esgrima alguna pizca de ADN aproximado al rojo no tiene perdón de Dios. No había otro motivo para semejante terremoto.

A todo esto el equipo ya se ubicó en el hemisferio sur de la cancha, esperando que el árbitro Luis Pasturenzi haga jugar. Pero no, no habrá reanudación del partido porque hay hinchas que ya están trepándose al alambrado y el griterío, más que de reclamo, ya es una orden: ¡sáquense esas camisetas! Por supuesto, los jugadores se la extirpan del cuerpo como quien se libera de una costra. Hernández es uno de los primeros, el resto lo sigue.

Es cierto que durante el primer tiempo no había resultado cómoda la identificación de los equipos. Atlético jugó de blanco, Talleres con la tradicional albiazul, en varios entreveros de media cancha o en los córners, con tanta gente mezclada, se ponía difícil determinar quién era quién. Pero apelar a la camiseta naranja -si esa fue la intención- equivalió a apagar un fueguito con combustible pesado.

La situación se zanjó rápido. Apareció un juego de camisetas celestes, las naranjas se marcharon al vestuario en un viaje sin regreso y a jugar de nuevo. Todo concluyó como había empezado. Un 0 a 0 que el “deca”, dirigido por Hugo Zerr -personaje de aquellos- le dejó gustó a poquísimo. Y pensar que en esa formación convivían “Petete” Hernández, “Pancho” Pacheco y el santigueño Walter Jiménez. Tremendos jugadores. ¿Y la alerta naranja? Allá quedó, 30 años atrás.

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