Elogio de la contradicción

Elogio de la contradicción

El presidente Javier Milei debutó en el Foro de Davos con un discurso dedicado a elogiar de manera ditirámbica al capitalismo, a la vez que a vituperar sin concesiones al socialismo. El mensaje resulta inquietante, pero no desde la perspectiva ideológica. La Argentina es un país cuyo estado de derecho se funda en la libertad religiosa, con lo cual no puede menos que asumir y alentar la libertad política, en la medida que sus postulados se correspondan con la democracia y la república.

Por caso, en estos 40 años de democracia se han sucedido gobiernos de las más diversas tendencias, inclusive bajo el mismo signo político. Raúl Alfonsín poco y nada tenía en común con Fernando de la Rúa (se enfrentaron en la interna de 1983 por la candidatura presidencial). Otro tanto puede decirse de Carlos Menem y Néstor Kirchner (compitieron uno contra otro en los comicios de 2003). Según el relato “K”, tampoco tenían mucho que ver entre sí Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Mauricio Macri no tenía filiación radical ni peronista. Consecuentemente, la defensa de las convicciones propias, y la demonización de las ajenas, ya son parte del paisaje politológico de cabotaje. Estos debates son una pasión nacional. No es coincidencia que los últimos 20 años hayan encumbrado a notables provocadores en oficialismos y oposiciones. Pero en Davos nadie se escandalizó por la diatriba del argentino, a pesar de que muchos países desarrollados están gobernados por coaliciones integradas por partidos socialistas, cuando no, directamente, por socialdemócratas.

Lo llamativo del discurso de MIlei, en realidad, está dado por las contradicciones que encarna. Las hay de dos tipos. De un lado, las inconsistencias históricas. Del otro, los irreconciliables contrastes entre lo que el mandatario pregona fuera del país y lo que práctica dentro de sus fronteras.

Antes y después

En cuanto a las del primer grupo, una aserción es clave: el argumento de que el capitalismo de libre empresa ha reducido el 90% de la pobreza mundial desde 1800. Esta mirada fanatizada pasa por alto un hecho de proyección planetaria: la “Crisis de 1929”, detonada en el corazón del capitalismo de libre mercado: los Estados Unidos. En los últimos días de octubre de hace 95 años, la bolsa de valores de Nueva York se derrumbó en un cataclismo que sumió a EEUU en la “Gran Depresión”. Los argentinos no conocemos una crisis de la magnitud y la brutalidad de aquel momento.

Librada a la ley de “oferta y demanda”, Wall Street experimentaba una situación tan paradójica como alarmante: las empresas experimentaban una caída en su rentabilidad, mientras que sus acciones subían meteóricamente. La Primera Guerra Mundial había enriquecido a Norteamérica, a la vez que la había convertido en acreedora de los países de Europa que participaron del conflicto. Pero los deudores estaban en ruinas y eran insolventes. En paralelo, quienes habían invertido en la bolsa antes de la conflagración habían visto multiplicarse el valor de sus acciones, gracias a la reconversión de la industria (una que ya había crecido exponencialmente con las Revoluciones Industriales) para ser proveedora de insumos bélicos. Pero la “Gran Guerra” terminó; y la pasajera bonanza, también. El Viejo Continente no era, precisamente, un mercado auspicioso. Así que llegaban los años de las “vacas flacas”, al mismo tiempo que las acciones se habían convertido en una mercancía en sí. Los estadounidenses compraban acciones de lo que fuera, hipnotizados por las ganancias de los tiempos del conflicto europeo: hipotecaban sus casas para comprar valores.

El sueño devino pesadilla cuando el “efecto tijera” (rentabilidad en baja, acciones en alza) se cerró abruptamente. La quiebra de empresas fue epidémica. Los suicidios, también. Pero no sólo de los industriales, sino de los ciudadanos de a pie. Les remataron sus casas a multitudes de familias, que se fueron vivir a su auto. Proliferaron los campings improvisados a los costados de las rutas. El cine de John Ford (“Viñas de ira” y “El camino del tabaco” son icónicas) retratan la tragedia de aquellos años. Fueron legión los países capitalistas que abandonaron el “patrón oro” (la valuación de su moneda en ese metal) y, por ende, cerraron sus puertas al comercio exterior. En ese caldo se cocinó la caída de Hipólito Yrigoyen, golpe de Estado mediante, en 1930.

El totalitario Iosif Stalin (“un monstruo sediento de sangre” según su sucesor, Nikita Kruschev) hizo campaña con la catástrofe del liberalismo: advirtió que el capitalismo era inviable, al tiempo que reivindicaba el socialismo como la única forma de progreso posible.

Para salir del atolladero, Franklin Delano Roosevelt aplica en 1933 (ese año asume la presidencia) el “New Deal”, una política de intervencionismo estatal directo para contener la dramática situación de los sectores sociales más devastados. La magnitud del programa fue tal que, de haberlo visto en tiempo real, los kirchneristas hubieran denunciado que en Estados Unidos gobernaba el populismo.

La recuperación de EEUU se selló con su participación en la Segunda Guerra Mundial. Ya se ha avisado aquí, el lunes pasado, sobre lo que Juan Bautista Alberdi, el inspirador de la liberal Constitución Nacional, opinaba acerca de los conflictos bélicos en el ensayo “El crimen de la Guerra”.

El “Estado de Bienestar” sobreviniente a la Segunda Guerra Mundial (gobiernos que aumentan el gasto público en sistemas de seguridad social y en derechos como salud, educación y vivienda) tiene, entre sus fuentes, la lección aprendida por Estados Unidos tras el “Crack de 1929” y la “Gran Depresión”. Aunque no todos los recaudos fueron suficientes: en 2008, la crisis detonada por las “hipotecas de riesgo” en el corazón del sistema bancario estadounidense obligó a Barack Obama a desempolvar el intervencionismo gubernamental y las regulaciones de mercado.

Allá y aquí

Las contradicciones entre lo que Milei predica afuera y lo que practica adentro son más estridentes.

En primer lugar, su liberalismo discursivo no se compadece con sus textos legales. El proyecto de la “Ley Ómnibus”, que se negocia frenéticamente en el Congreso, establece nada menos que la delegación de facultades propias del Congreso en favor del Presidente, en materia económica, financiera, fiscal, social, previsional, de seguridad, defensa, tarifaria, energética, sanitaria y social. Todo ello por dos años, con posibilidad de prórroga hasta 2027. En el liberalismo, el Parlamento ocupa el centro de la escena. Este Gobierno, por el contrario, propone prescindir del Poder Legislativo, eventualmente, durante todo un mandato. El artículo 76 de la Constitución Nacional es sumamente restrictivo en esa posibilidad, tanto en las materias delegadas como en el plazo. El proyecto de ley, por el contrario, es sumamente amplio en ambas cuestiones.

Como si no bastase, el artículo 1 del proyecto en cuestión ratifica el DNU 70. Mediante 366 artículos, ese decreto no sólo modifica, sino que deroga leyes. Lo hace en un abanico que va desde la eliminación del Inadi hasta la reforma de la Ley de Hidrocarburos (en lo referido a dar prioridad al autoabastecimiento); pasando por la conversación de las empresas públicas en sociedades anónimas, para luego privatizarlas, más todo un capítulo de reformas laborales.

En el plenario de comisiones, precisamente, la jurista Aída Kemelmajer solicitó, en representación de más de un centenar de académicos argentinos, que eliminen de la “Ley Ómnibus” el capítulo de reformas del Código Civil y Comercial, no porque lo considere “intocable”, sino porque el cambio que se propone atenta contra su sistematicidad. Kemelmajer pidió que las modificaciones sean debatidas en sesiones ordinarias y, sobre todo, que estén precedidas por un estudio sistémico de ese cuerpo de normas. Lo contrario generará un infinito “foco de conflicto interpretativo” en desmedro de los ciudadanos. Todo ello, por cierto, gratuitamente. “Las reformas propuestas al Código no tienen ninguna relación con el déficit del Estado, ni con la inflación, ni con la economía desregulada, ni con la libertad, ni mucho menos con lo que el pueblo votó, a quien nunca se le dijo en campaña que se reformaría el Código Civil y Comercial”,  lapidó la jurisconsulta.

El feminismo, por un lado, y el cambio climático, por otro, completan el elogio de la contradicción del titular del Ejecutivo nacional, de manera curiosamente concurrente. En cuanto a la primera cuestión, Milei achacó al socialismo haber planteado “la pelea ridícula y antinatural entre el hombre y la mujer”. Y afirmó que el “feminismo radical” sólo generó “mayor intervención del Estado para entorpecer el crecimiento económico”. En cuanto al segundo tópico, responsabilizó también al “colectivismo” de  inventar “el enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza. Sostienen que los seres humanos dañamos el planeta y que debe ser protegido a toda costa, incluso llegando a respaldar mecanismos de control poblacional o la tragedia del aborto”.

El aborto plantea una polémica insalvable en la humanidad. La aprobación en el Congreso de la Interrupción Legal del Embarazo (ILE) fue una grieta insalvable tanto para la sociedad como para los partidos políticos y sus bancadas. Ahora bien, el “clivaje” dividió a radicales conservadores y progresistas y a peronistas de izquierda y de derecha. Pero que Milei, que dice respirar liberalismo, se entrometa en un acto privado como el aborto, además de una contradicción, es paradojal.

En su discurso en Davos, el Presidente acuñó definiciones tales como “el Estado es el problema”. Especialmente, cuando interviene en las relaciones comerciales privadas. ¿El mismo Milei, en cambio, sí quiere que haya Estado y que intervenga en decisiones privadas de esta clase?

Su postura panfletaria respecto del feminismo, además, contradice a la realidad. Según la Defensoría del Pueblo de la Nación, en 2023 hubo 322 casos de femicidio en la Argentina. Equivale a uno cada 27 horas. Y representa un aumento del 33% con respecto a 2022. Están matando a una compatriota por día en este país. Esa es la única cifra que, de verdad, debería escandalizar a todo este país.

Pero el peso abrumador de esta oprobiosa estadística no es lo único que confronta la escasa densidad del discurso libertario. Milei, en Davos, ensayó un cerrado negacionismo del cambio climático, probado por la ciencia a la vez que por las catástrofes naturales que enfrentan hoy todas las regiones argentinas, a la vez que reinvidicó las “fuerzas del cielo”. Un liberalismo que reniega de la ciencia para abrazar de la fe no ha tomado nota de la Revolución Francesa ni de sus consecuencias. Con lo cual, que pasaran por alto el desmadre de la década de 1930 es anecdótico…

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