Atención a la primera piedra, o a la primera bala

Atención a la primera piedra, o a la primera bala

En un país donde históricamente las intenciones por imponer decisiones se repiten, aunque ensayando nuevos mecanismos para aplicarlas; cabe mirar hacia el pasado y buscar similitudes con el presente, como por ejemplo en la tensa relación del Gobierno nacional con el sindicalismo. Un situación que al decir de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, se volvió una cuestión de vida o muerte; en una verdadera encrucijada de poder que tiene a la gestión libertaria en un extremo y a la oposición más dura en el otro; en este caso representada por el peronismo en sus diferentes expresiones: gremios, gobernadores, congresistas, intendentes y organizaciones sociales.

Cada uno con sus intereses particulares y responsabilidades políticas a cuestas y, por ende, también diferenciándose en las formas de vincularse y de tender puentes con los nuevos dueños de la Casa Rosada. Sin embargo, se confronta y no se negocia, según los términos expresados por el propio Milei y traducidos a su estilo personal por la referente de PRO; la ahora mileísta de la primera hora, desde el 10 de diciembre, claro.

Buceando en el pasado, en la búsqueda de coincidencias sobre un Gobierno elegido por el pueblo arremetiendo contra los intereses del gremialismo hay que remontarse a los inicios de la recuperada democracia, hace 40 años. En aquel entonces, Raúl Alfonsín se paró sobre la “ley Mucci” para tratar de debilitar el poder del sindicalismo peronista que, en ese entonces, ingresaba al nuevo tiempo fragmentado en diferentes grupos, aunque siendo la cara visible de poder de un PJ que había sido derrotado en las urnas por primera vez.

Como hoy, entonces, la acción política fue clave, porque la discusión pasó por el Congreso. También hubo protestas y movilizaciones callejeras a los pocos días de haberse presentado aquel proyecto legislativo, más conocido como de “Reordenamiento Sindical”.

Se trató de una disputa centrada en intentos por atenuar el peso histórico y la influencia del gremialismo peronista en las organizaciones de base y abrirles el paso a otras corrientes internas en el manejo de los sindicatos. De hecho, Antonio Mucci fue un dirigente sindical del sector gráfico, de extracción radical, que formó el Movimiento de Renovación Sindical, grupo que perseguía desplazar justamente a los compañeros de los gremios y facilitar el ingreso de las minorías en las conducciones obreras.

Ya antes de asumir como ministro de Trabajo de Alfonsín, venía trabajando con el líder de Renovación y Cambio en una nueva legislación que apuntaba a trabar la incidencia peronista en los gremios, además de quitarles el manejo de las obras sociales y de facilitar la creación de nuevos sindicatos.

Era un ataque directo al movimiento obrero organizado, pero más que nada a la columna vertebral del peronismo que, por cierto, era la única oposición a la gestión radical. En el fondo era una concepción de poder que contemplaba el debilitamiento del PJ en las estructuras gremiales para facilitar la aparición de un nuevo actor político en la vida de las organizaciones de los trabajadores: la del radicalismo, a fuerza de impulsar cambios a través de una nueva legislación. Algo inadmisible de aceptar por parte del corporativo gremialismo peronista.

Fue un embate político e institucional que en ese tiempo se resolvió en esos términos, aunque hayan existido manifestaciones callejeras. No existían los planes antipiquetes ni operativos comunicacionales para contrarrestar los planes de lucha de la dirigencia. No cabía esa idea en Alfonsín, un dirigente político de raza, respetuoso a ultranza de la Constitución y de los derechos que consagra -como el huelga-, tanto que recitaba emotivo y con convicción el preámbulo de la Carta Magna en cada uno de sus discursos de campaña.

Fue en el Congreso y en sesiones extraordinarias -como ocurre actualmente-, donde todo quedó finiquitado institucionalmente: así es como hubo un dictamen de mayoría en Diputados, por lo que la ley Mucci fue aprobada rápidamente en la Cámara Baja, donde la UCR hizo prevalecer sus números. Sin embargo, la iniciativa no pudo superar el obstáculo de la Cámara Alta, gobernada por senadores del PJ. La votación fue 24 a 22 en contra de la propuesta del radicalismo. Fin de la arremetida, que en el medio tuvo muchos condimentos políticos, y de la corta carrera ministerial de Mucci, que renunció al cargo en abril de 1984 tras su fracaso político.

Fue el fusible natural, un ministro; hoy no hay una cartera de Trabajo en la Nación, sólo una secretaría y un ministerio de Capital Humano que podría vincularse con el sindicalismo para habilitar canales de diálogo, hoy clausurados. En ese tiempo tampoco había un ministerio de Seguridad que presionara para evitar huelgas o marchas opositoras en aras de impedir que se debilite la gestión, sólo cabía el enfrentamiento político, en todos los niveles y hasta subterráneos.

Vaya por caso, aquel Gobierno de gran respaldo popular amenazó con mantener la ley de organizaciones gremiales que había impuesto la dictadura si no se avanzaba en la propuesta radical. La ley no prosperó y Alfonsín mantuvo las disposiciones de la gestión militar que, entre otras cosas, no permitía las paritarias sectoriales; así los incrementos salariales fueron dispuestos por el Poder Ejecutivo.

El distanciamiento con el gremialismo y sus intentos por debilitar la representación del peronismo en las organizaciones de primer grado llevó a un duro enfrentamiento con la CGT, lo que se tradujo en los 13 paros de la central obrera al primer gobierno de la reinstalada democracia argentina.

No sólo eso, la pretensión de Alfonsín y de Mucci de introducir cambios en la legislación para mermar el poder de fuego y de discusión del gremialismo peronista provocó la fusión de las dos centrales obreras de entonces: la CGT Brasil liderada por el dirigente Saúl Ubadini -que tuvo históricos encontronazos verbales con Alfonsín, siendo su principal antagonista político hasta que el peronismo se reorganizó tras la derrota de 1983- y la CGT Azopardo, encabezada por Jorge Triaca. En la práctica en lugar de debilitar terminó fortaleciendo a la CGT, que se unificó con un triunvirato y logró más poder representativo frente al Gobierno.

Si hay que buscar coincidencias en ambos procesos, el de entonces y el que se desarrolla a partir del DNU 70/23, cabe mencionar que la CGT llevó adelante una movilización en rechazo a la ley Mucci el 25 de enero de 1984, mientras que ahora -40 años después- la CGT llamó a un paro de 12 horas con una marcha para el miércoles que viene, el 24.

En aquel tiempo salió sólo a la calle el ala sindical peronista, a la que se cuestionaba y atacaba directamente, mientras que hoy no sólo lo hace la CGT en defensa de los intereses de los trabajadores -como lo afirma- o de sus privilegios -como sostienen el oficialismo y sus socios ocasionales, especialmente del macrismo-, sino también las organizaciones sociales y todos aquellos sectores afectados por los alcances del DNU, que son muchos, algunos de los cuales -como la central obrera- han realizado planteos en la Justicia al ver afectados sus intereses.

Como en aquel tiempo, donde la lucha se ceñía a los intereses políticos de los dos principales espacios en pugna, el PJ y la UCR, hoy también existe una disputa entre el poder de turno y la principal oposición: el peronismo en sus diferentes vertientes, aunque más focalizada en la CGT.

En los ochenta, la defensa y ataque a la ley se dio en el Parlamento, con negociaciones por lo bajo con sindicalistas que acompañaron la propuesta radical más que nada por las divisiones existentes en el gremialismo, y en ese ámbito concluyó la pelea, con la marcha mencionada para presionar desde la calle. No hubo nadie que se atreviera a sugerir cárcel o bala para los opositores, únicamente existió la tensión propia de un tiempo donde la política y los políticos tenían que acomodarse como los principales protagonistas de la nueva época y hacerse responsables por el devenir democrático.

Había acabado el tiempo de la dictadura militar y de sus imposiciones legales, todo debía encarrilarse de nuevo tras siete años de gestión militar y de derechos y libertades cercenadas. Nunca más. Ayer fue por una ley y ahora por un DNU, insertado también en la ley Ómnibus, que pretende avanzar sobre algunas conquistas laborales y espacios de influencia de la dirigencia sindical, como en las obras sociales. Hoy también, como otrora, se rechaza la pretensión de La Libertad Avanza con medidas de fuerza y con movilizaciones callejeras; con un parecido de fondo: de nuevo el adversario tiene el mismo color partidario: el peronismo, aunque más debilitado, desprestigiado y fraccionado en espacios de poder.

Entonces, la UCR había obtenido el 51% de los votos que consagraron a Alfonsín presidente, el PJ alcanzó el 40% con Ítalo Luder; un poco más de 10 puntos de diferencia. En el balotaje, Milei consiguió un 56% y Massa, el referente del justicialismo, un 44%. Un poco más de 10 puntos.

Son los espacios que chocan, cada cual con sus propios aliados circunstanciales, en una pelea que se profundizó a partir del 10 de diciembre y de la comunicación del DNU. Todo se aceleró a partir de la decisión de Milei, quien obligó a trabajar sin vacaciones a congresistas -a los “coimeros”, como los destrató-, bajo la consigna del todo o nada. Deben darle todo lo que pide, o la debacle total es el destino, el peor de los infiernos.

Sin embargo, empezó a ceder, sus negociadores comenzaron a aceptar sugerencias y cambios, y postergó las extraordinarias hasta el 15 de febrero viendo que era imposible imponer su norma. Se verá en qué termina, especialmente el DNU, que debe aprobarse o rechazarse, sin términos medios, aunque en caso de que fracase no habrá ministro que se convierta en un fusible como Mucci, porque su mentor, Sturzenegger, no ocupa un cargo en el Gobierno. Sacrificarlo no sería significativo, únicamente se debilitaría políticamente Milei.

Aunque en su auxilio vino Bullrich, para quien Sturzenegger diseñó el mega decreto, quien con el operativo antipiquetes y advertencias a la dirigencia cegetista -con la cual mantiene una pelea de años- trata de menguar la ascendencia de la CGT y debilitarla a partir de contrarrestar la posible masividad de la movilización del 24. También para ella es a todo o nada, una cuestión de vida o muerte como dijo hace unos días. “Hay que poner orden en las calles”, sentenció, alentando un clima de tensión innecesario en democracia.

¿Es que piensa sostener el “todo o nada” de Milei enfrentando como sea a los manifestantes el miércoles? La ministra de Seguridad está convencida de lo que hace, y la CGT igualmente. Nada bueno se puede esperar de dos sectores antagónicos convencidos de sus respectivas verdades. Bullrich parece defender a quien le había pergeñado un plan de gestión en caso de ascender a la presidencia -y que compró Milei-, para que, colateralmente, no se debilite el jefe de Estado libertario.

De alguna manera pone en juego su pellejo político y su cargo en el gabinete a partir de lo que suceda más que nada en la calle, ya no en el Congreso. Puede ser la futura Mucci de la gestión, ante la ausencia de un fusible político más directo. La pregunta es hasta dónde tiene intenciones de llegar, cuáles son sus límites y cuáles los riesgos que es capaz de asumir sin alterar el clima social, y tal vez la gobernabilidad del país.

La consulta no sólo es válida para ella, sino también para la dirigencia que saldrá a quejarse contra las iniciativas de Milei, pero que también sale a enrostrarle que no le teme al operativo antipiquetes. El gremialismo ve en Bullrich a una enemiga, más que una adversaria de pensamiento distinto. Si se tratan en esos términos, y cada uno se enanca en la defensa de sus intereses, unos por mantener la normativa laboral vigente y otros por imponer una visión de orden y disciplinamiento de la protesta social, nada bueno puede esperarse del miércoles. Se provocan y generan un clima de tensión innecesario.

Ambos sectores revelan que hay ánimos y ganas de chocar, de enfrentarse, de imponer la razón por la fuerza. Peligroso para la democracia. ¿Quién arrojará la primera piedra o la primera bala? ¿Alguien lo hará? ¿Lo estarán calculando? En tiempos donde los relatos son los que intentan imponerse, más allá de los razonamientos y de las argumentaciones, habrá que desentrañar qué intereses defienden cada uno y cómo quieren aparecer haciéndolo.

El escenario no se acotará al país, en la tribuna el mundo estará viendo este round, especialmente después del extremista discurso ideológico de Milei en Davos. Llamó la atención y puso a la Argentina ante la lupa internacional. Si el 24 todo se desmadra, la noticia inundará el mundo, casualmente por los dichos y la atención que concita la figura de Milei.

En 1984, las diferencias políticas y de visiones sobre cómo debía funcionar el sindicalismo quedaron superadas institucionalmente; cuarenta años después la historia simula repetirse, aunque los nuevos actores esgrimen otras armas para la disputa. Piedra o balas, ¿quién las arrojará primero y con qué excusa? Si alguien está pensando en que ese choque se concrete no estará fortaleciéndose o debilitando al contrincante, estará complicando la gobernabilidad del país, ya sumido en una tremenda crisis social y económica.

No vale preguntar por lo impertinente si es que hay alguien que quiera que eso ocurra para desviar la atención sobre la situación social. Sería antidemocrático, agrietador, pero sobre todo algo irracional y propio de mentes afiebradas. Inaudito. ¿O es que alguien seriamente lo está pensando? A observar entonces quién lanza la primera piedra o la primera bala. Y con qué argumentos.

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