La alegría danza entre seis cuerdas. Las rogativas se visten de festejo. Campesinos jinetean una esperanza. Acordes duendes juguetean en la mañana. La guitarra canta en los dedos paganos de una danza. Parpadea un misachico en el sentimiento de Pablo González Jazey. “La guitarra es mi viejo. Yo quería ser pianista porque mis tías tocaban piano y me gustaba el instrumento, es una maravilla. Con mi hermana Gabriela que es de mi edad más o menos, hemos vivido en Salta dos años con una tía en las épocas del Proceso militar. Acá fue muy duro, mi viejo (Plinio) no la pasó nada bien. Le pusieron una bomba en el 75, lo arrestaron, lo llevaron a Catamarca, encapuchado, horrible. Bueno, todas esas cosas pasaban, espero que no pasen de nuevo. Después tuvo el accidente de las manos, toda una situación complicada… Mi papá tocaba la guitarra y cantaba muy lindo. Y llegamos acá y yo decía que yo quería estudiar piano. ‘No hay piano, pero está la guitarra, así que van a estudiar guitarra’, dijo. Comenzamos con la Juanita que era la asistente de Montini”, recuerda.
El guitarrista compositor y arreglista tucumano se halla de gira en estos días por Estados Unidos junto a la cantante estadounidense Annelise Skovmand, con quien conforma el Dúo Rosa Incaica. La agenda incluye Washington, Sarasota, la Boone University en Carolina del Norte y el Valencia College, de Orlando. Los programas incluyen un homenaje a Eduardo Falú y tangos. El año pasado, en ocasión del centenario de nacimiento del autor de “Las golondrinas”, Rosa Incaica, junto a la Orquesta de Cámara de la Universidad Católica de Salta, dirigida por Jorge Lhez, se presentaron en el Centro Cultural Kirchner.
“Cuando vino la posibilidad de los 100 años de Falú con la orquesta de la Universidad Católica de Salta con la que habíamos grabado la Suite Norteña, surgió la idea de hacer un espectáculo en el CCK que lo hicimos el año pasado. Entonces hicimos la Suite Norteña y los Murmullos Misioneros, en la versión que orquestó José Carli y yo orquesté las piezas que eran para canto y guitarra. Eso fue una parte, pero sumado a eso hicimos un proyecto con la Annelise antes de la pandemia, que era el de Joni Mitchell, lo hicimos una vez en Buenos Aires y una vez acá; después nos tocó la pandemia. Cuando hicimos una gira por Estados Unidos, presentamos un espectáculo en el que intercalamos las canciones de Mitchell con poesías de Charles Bukowsky y de otro autor, que quedaba muy bien porque Annelise tiene muchas dotes de actriz, mucho histrionismo”, cuenta Pablo.
- ¿Cómo se conocieron Eduardo Falú y Plinio, tu tata que era también salteño?
- Se conocieron en un viaje en avión que iba a Salta desde Córdoba y el avión tuvo que parar acá por una tormenta eléctrica y a los dos los metieron en el Hotel Savoy y por esas cuestiones de la vida hicieron buenas migas. Una vez que vino Eduardo a dar un concierto acá, yo ya vivía en Buenos Aires, pero de casualidad estaba en Tucumán, y alguien del teatro Alberdi, me llama y me pide una gauchada: “Estamos con Eduardo Falú y se olvidó el banquito”. Se lo llevé, lo saludé; yo ya lo había conocido pero en una situación muy formal. Justo suena el celular y era mi papá. Y le digo: “Acá estoy con tu amigo Falú, ¿querés hablar con él?” “Claro, pasámelo”, responde. Eduardo me invitó luego a que fuera a verlo a Sadaic; su oficina era como una sala de concierto. Comencé a frecuentarlo. Le mostraba lo que estaba estudiando, y me dio la Suite Norteña para que la hiciera yo porque él ya no la quería tocar. Es su segunda suite orquestal; también la escuchó cantar a la Annelise y él escribió el repertorio que quería que hiciéramos.
- ¿Cómo surge tu interés por hacer arreglos?
- Eso lo que más me gusta. Siempre me gustaron los arreglos, la composición, sólo que acá no había no había una carrera de composición. Mucha de la formación que tiene mi generación, ha sido con el radiograbador, por ejemplo, sacar los temas que hacía Colacho Brizuela; cuando yo escuchaba a Pepete Bértiz, me volvía loco porque hacía esas cosas que entonces no entendía. Ahora, de grande, me doy cuenta lo fino que era. Colacho también, pero llegó después. Uno orejeaba lo que hacía él. Es una forma de estudiar. Después entré con el Pato Gentilini, que eran otros acordes.
- ¿Qué significó el Pato Gentilini en tu vida musical?
- Todo. No sólo era la música, era la ley, como mi viejo. Pese a que no he estado tanto tiempo con él, es una figura tan inmensa, de una generosidad impresionante. Tenía 18 años cuando me llamó y me dijo: “Vos vas a ser el solista”. Yo me quería morir; ¿sabés lo que estudiaba? Y aparte el Pato te enseñaba el rol. Odiaba cuando vos querías ensuciar el discurso. “No, éste tu momento, y después cajita de fósforo y te quedas piola”, y era muy bueno. Cuando llegaba tu turno, él ponía la alfombra. Es un tipo espectacular.
- ¿Quiénes más han influido en tu formación?
- Los maestros de guitarra: José Luis Conde, Carlos Podazza, sin ser mi maestro lo era. A mí me gustaban Los Beatles y Carlos sabía en su momento los acordes que nadie sabía. Tiene ese plus de saber lo que está haciendo, no nombra el acorde, pero sabe su función.
- ¿Tu paso por el Conservatorio de Boston te dejó alguna huella importante?
- Mucha. Boston me reafirmó algo que ya veía acá. El Conservatorio tenía el convenio con la Berklee, entonces había materias que pude tomar en la Berklee, también pude usar sus instalaciones. Fue realmente muy importante por varias cosas. La primera era porque reafirmaba algo que yo había visto en Tucumán y que Víctor Villadangos me dijo en su momento: que no hace falta mucho más como el tiempo que vos le dedicás al instrumento y ciertas cosas emocionalmente estables que podés tener con tus viejos, con tu novia, tus amigos… Esto es cuestión de sentarse y meterle, teniendo una guía. No había tanto internet como ahora, pero sí había una guía, había discos y había ganas de defender lo que estábamos haciendo. Entonces yo no hice el paso normal de ir de Tucumán a Buenos Aires, yo me fui de acá. Y llegando allá confirmé que era lo mismo, cambiaba el lugar. Me maravillé con las bibliotecas, con las posibilidades enormes, con el acceso a información. Dos años estuve ahí, a la Annelise la conocí el primer o el segundo día de llegar porque ella era la segunda que manejaba toda la oficina de música. Tiene una experiencia en gestión, en la cuestión administrativa, que es impresionante. Cuando no conocés mucho, cuando el ángel te habla en castellano, decís: “Uy, Dios mío, habla castellano”. Y ahí empezamos a hacer música un poco y luego nos enredamos.
- ¿Cuándo decidís que la guitarra era tu camino?
- Cuando la conozco a Dolores Costoyas. Yo estudiaba con José Luis Conde que era todo: era el chango piola, que leía, era un modelo en un montón de cosas. Y en un momento que lo voy a ver, me cuenta que había llegado una chica de Buenos Aires que tocaba como los dioses y fuimos a verla. Quedamos los dos como alumnos. Y así empezó mi etapa con ella. Estaba casada con el director Mario de Rose. En el 86, estaba de director de Cultura Oscar Quiroga. En el 87, ella se volvió a Buenos Aires, pero Quiroga la siguió contratando y venía a dar clases. Era una maestra tremenda; aparte, era divina y tocaba hermoso. Yo terminaba el secundario y quería estudiar probablemente ingeniería, porque me gustaba la física. Dolores me dijo: “No, vos tenés que estudiar música, pero tenés que ir a la Escuela de Música para que no seas muevededos”.
- Siempre se habló de la rivalidad entre Atahualpa Yupanqui y Falú. ¿Cuál es tu impresión desde el punto de vista guitarrístico y compositivo?
- Yo siempre he sido más de Falú por el contacto con mi viejo. Siempre me han gustado sus cosas, está como en el ADN; es tremendamente emocionante la música de Eduardo. Después analizándola y viendo cómo ha incorporado cosas que hizo con Carlos Guastavino, uno percibe la astucia para meter a Bach en su música, que es tan fresca, tan linda, con ese grado de virtuosismo. Sus trémolos son intocables, quién pudiera tocarlos como él y a la vez es tan auténtico. Yupanqui no era tan virtuoso como Eduardo, pero su pulsación a mí me asombra. A veces lo escuchás a Yupanqui tocando Sor, hace una versión muy linda, muy válida, un tipo súper auténtico; sus composiciones, la inteligencia para cambiar las afinaciones y lograr los efectos que lograba, son de otro calibre. Eduardo ha sido un guitarrista, un cantante, un compositor. Yupanqui es otra cosa, quizás no ha necesitado el desarrollo técnico, pienso en sus libros. A Yupanqui lo conocí por Mercedes Sosa. Mi papá tenía los discos de él, pero a mí me molestaba su voz, claro, después del bálsamo de Mercedes… Después leí sus libros y vino el Yupanqui contado por Federico Nieva y el Pato. Era de una profundidad terrible lo que él hacía.
- ¿De qué te habla la guitarra? ¿Cómo es tu relación íntima con ella?
- La sonoridad del instrumento, lo introvertido que es la guitarra, cómo grita cosas con los silencios, son los alaridos del silencio. Me encanta el piano, ese sonido que te mueve totalmente lo opuesto a la guitarra, pero la guitarra tiene un efecto tan brutal que es ese silencio, esa cosa sugerida, también esa vibración que emana. Es inexplicable. Es muy lindo.