Glenn Gould, el pianista que detestaba al público

EXCESIVO RIGOR. La voz musical de Glenn Gould emanaba de una pasión íntima que requería desalojar cualquier distracción. EXCESIVO RIGOR. La voz musical de Glenn Gould emanaba de una pasión íntima que requería desalojar cualquier distracción.

Por Walter Gallardo

Para LA GACETA - MADRID

En abril de 1964, a los 31 años, el genial pianista canadiense Glenn Gould anunció que no tocaría más en público. Ante el desconcierto general y el desasosiego de muchos, canceló todos sus compromisos y se fue a la casa de verano de sus padres, a orillas del lago Simcoe, al norte de Toronto. Allí viviría largas temporadas como lo habría hecho Henry David Thoreau: en contacto con la naturaleza y junto a sus mascotas, algunas de ellas recogidas de la calle. De este modo se alejaría definitivamente de los teatros del mundo, donde ya era el dueño de interminables ovaciones, para dedicarse a grabar en estudio y difundir su música en discos o en los medios audiovisuales.

Dos años después, en una entrevista con Alex Trebex confesaría con inesperada naturalidad que detestaba a ese público de los conciertos. Aclaró que era un sentimiento hacia la masa, no hacia sus componentes como individuos (“I detest audiences, not in their individual components but en masse”). Lo consideraba una suerte de fuerza del mal por la presión que ejercía en las salas para satisfacer una afición tiránica a cambio de un aplauso, y del todo contradictoria, pidiéndole perfección a seres de su misma especie. “Ante el público me siento degradado, parte de un vodevil”, afirmaba. Iría un poco más allá: compadecía a quienes la aceptaban como una ley mafiosa.

Había llegado hasta aquí al cabo de numerosas rebeliones de distinta intensidad que las orquestas más prestigiosas no habrían aceptado de otros pianistas. No sólo elegía escrupulosamente su repertorio rechazando cualquier sugerencia o intromisión, sino que imponía su estilo, el tempo y el fraseo de cada obra, aun a pesar de la discrepancia con algunos directores. Famosa es la anécdota con el popular y reconocido Leonard Bernstein, director de la Filarmónica de Nueva York. Ocurrió en 1962, en el Carnegie Hall. Bernstein salió al escenario para anticiparle al público que escucharían “una poco ortodoxa versión del concierto de Brahms en Re menor” con la que él no estaba de acuerdo. En medio del murmullo general, se preguntó en voz alta: “¿Y entonces qué estoy haciendo aquí?” Miró alrededor y, un segundo más tarde, dijo: “Lo hago porque Mr. Gould es un muy valiente y sólido artista. Tengo que tomar en serio todo lo que él diga”.

Para lo que otro pianista hubiera significado el fin de una carrera y quizás el olvido, en su caso sucedería todo lo contrario: la admiración hacia su talento creció a tal punto que su nombre se identificó con determinadas piezas. Su manera de interpretarlas acabaría siendo una voz inconfundible para el oído entre otras miles. Un ejemplo son Las Variaciones Goldberg, de Bach. Apenas existían en el repertorio clásico y él logró darles una dimensión universal. Quizás aquello que se le criticaba, se convirtió en la razón de su éxito. Al escucharlas nadie puede soslayar su forma de ejecución lenta y preciosista, cargada de sentimientos. En ocasiones, al verlo en los numerosos videos que grabó, se podría pensar que está en trance, ausente de su cuerpo y flotando entre las notas musicales. Pero no, hace lo que un artista logra al desprenderse de sí mismo para entrar en comunión con su materia, en un vínculo de amor excluyente y despótico. Sin presuntuosidad, Glenn Gould parece convencido de que las obras que pasan por sus manos ya no están destinadas a nadie sino al solo propósito de vivir recreándolas una y otra vez, transformadas en un fin en sí mismo.

Su forma de entender la relación con el público trastocó para siempre un acuerdo que hasta entonces se consideraba lógico; al mismo tiempo derivó en una ruptura con quienes cuestionaban su decisión o percibían en sus palabras un tono de desprecio hacia el mayoritario mundo de la música clásica que se declaraba a favor de las reglas habituales. Algunos incluso creyeron que se trataba de una impostura pasajera o de una más de sus extravagancias, como tararear las notas mientras las ejecutaba, llevar guantes de lana incluso en verano, poner las manos en agua tibia antes de tocar o servirse de una silla baja y desfondada para sentarse al piano. Pero no hubo marcha atrás en su decisión.

En realidad, demostraría que el espectáculo nunca había sido su espacio. El rigor con el que concebía su oficio provenía de la primera profesora que tuvo a los tres años de edad: su madre Florence. Con ella jamás tendría permitido una nota errónea. En un reportaje, su padre Bert recordaría que el peor castigo que se le podía imponer por alguna travesura en su niñez era no permitirle tocar por unos días el piano, esa extensión de sus manos. Tal vez por esta estricta disciplina, palabra que a él le encantaba usar, jamás se lo vería con una partitura enfrente: las tenía todas grabadas a fuego en su memoria. Tampoco ensayaba. “Si ensayo, pierdo mi espontaneidad”, decía como si fuera algo al alcance de todos. Su propia voz musical, esa voz interior que imprimía en el teclado, sin dudas emanaba de una pasión íntima que requería previamente desalojar a cualquier intermediario o distracción.

El novelista austríaco Thomas Bernhard lo convierte en el personaje principal de El malogrado. Dice de él: “Era el hombre más despiadado hacia sí mismo. No se permitía ninguna imprecisión”. Su talento, la superioridad abrumadora de su talento, hace que el narrador y su amigo Wertheimer, también pianistas, renuncien a sus carreras y odien al instrumento que los frustra en las comparaciones.

Su vida acabó demasiado pronto, a los 50 años. El día que sufrió el derrame cerebral, tenía reservado un estudio para terminar la edición de las baladas y rapsodias de Brahms, otras de sus maravillosas obsesiones. A modo casi de obituario, Bernhard dice resignadamente en su novela: “Se fue a la casa del bosque”. Y agrega: “Él y Bach vivieron en esa casa de Norteamérica hasta su muerte”.

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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.

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