Kate, la joya de la corona

La controversia por la foto de la princesa junto a sus hijos puede leerse en clave histórica, aunque se trate de un episodio menor.

Kate, la joya de la corona
24 Marzo 2024

Por José Claudio Escribano - PARA LA GACETA - BUENOS AIRES.

En la inocente fatuidad de retocar por sí misma, o por la mano de uno de sus asistentes, la foto con los tres hijos que se difundió el domingo último, en ocasión del Día de la Madre según lo establece el calendario británico, Kate quedó atrapada en el mar picado de las intrigas periodísticas, y de las otras.

La princesa de Gales, esposa de William, heredero de la corona por ahora en cabeza del padre, el rey Carlos III, ha de haber aprendido en carne propia la eficacia con que barre la escoba de los grandes cambios tecnológicos de los últimos treinta años en las comunicaciones. Ya no cabe como en el pasado, salvo para los más eximios maestros de la fotografía, introducir leves modificaciones en una imagen sin ser sorprendidos. Y, aun así, con el peligro siempre en acecho.

Seguramente, Kate no ve el momento de que se acabe el fatídico invierno europeo, tan plagado de reveses para la familia real, a la que se incorporó en 2011 por su casamiento con el hijo mayor de Carlos y Lady Di. En diciembre se había informado que viajaría a la brevedad al exterior, pero el 17 de enero los británicos se desayunaron con la noticia de que Kate (versión hipocorística de Catherine o Catalina) había sido sometida el día anterior a una operación abdominal “planificada”. Era la palabra exacta para decir, sin decirlo, que había estado libre del albur de lo que debe resolverse de un minuto a otro.

En ausencia de una información oficial específica, han corrido todo tipo de conjeturas sobre las razones que introdujeron en el quirófano a esta beldad de 42 años, por la que seguramente han suspirado en el planeta millones de soñadores. No ha sido un dato menor que haya estado catorce días internada, en tiempos en que por temor a las infecciones hospitalarias se echa a los pacientes, cualquiera fuere la categoría social, poco menos que a empujones. Por añadidura, fuentes de Kensington hicieron saber, tras la operación, que era poco probable que la princesa reapareciera antes de Pascua.

De modo que la foto radiante de Kate con sus tres hijos proyectó, con alguna anticipación y como agradecimiento explícito a quienes se interesaron por su salud, un cuadro que sublima la ternura y unidad familiar, bien que de forma más impecable de lo habitual. Ninguno de los chicos tenía algún dedo en la oreja, o peor, hurgándose las narices, o mostraba los ojos encapotados, y el conjunto pasaba perfectamente, en principio, por la aduana escrutadora de los detalles concernientes a una familia real.

El primer grito de alarma de que se trataba de una foto manipulada digitalmente provino, al parecer, de una imprecisa red social, y se convirtió, al fin, en asunto de Estado. Fue cuando los editores fotográficos de las principales agencias noticiosas –Associated Press, France Press, Reuters– decidieron excluirla de sus servicios. La crucificaron con el anatema de no cumplir con los estándares de rigor en el periodismo.

Hicieron bien. La prensa mundial está cada vez más asediada por los cuestionamientos de si filtra debidamente o no las noticias falsas o parcialmente amañadas, y si su compromiso con la veracidad es no solo con la palabra escrita o hablada; también, con las imágenes. ¿Pero qué habían encontrado de malo estos tan celosos como calificados profesionales en la manipulación sobre la que Kate asumió responsabilidades, cuando admitió que como muchos fotógrafos aficionados a veces experimentaba con la edición?

Habían encontrado lo que la princesa calificó de “ajustes menores”, y hasta donde sabemos, eso es lo cierto: una manga de su hija Charlotte desalineada; inconsistencias en los pantalones de otro de sus hijos, Louis; un corte en la cremallera de la chaqueta que Kate llevaba puesta para el retrato, y demás puerilidades si se hubiera tratado de gentes que todos los días viajan en el metro.

El arco interpretativo del periodismo mundial disparó: “Ineptitud o conspiración”. Con más calma, una colega aplicada a las cuestiones de la casa real británica razonó que este es un buen momento para que los príncipes de Gales entiendan que no están obligados a ser perfectos y que no tiene nada de malo salir medio desarreglados en una foto como ocurre con todos nosotros. En el otro extremo, el Mirror, diario sensacionalista, se preguntó si el asunto en debate no tendrá un efecto devastador para la tradición real de sacar sus propias fotografías.

Dejen tranquila a Kate, con su natural coquetería femenina. Ella ahora sabe más que antes que ser mujer de belleza deslumbradora y esposa del hombre destinado a reinar en su patria hace infinitamente agradable la vida, pero la condena también a obligaciones constantes, y la somete a prejuicios y maledicencias de todo tipo –sociales, ideológicas– hasta poder perder, como ocurrió con otros, el derecho a la paz y respeto aún más allá del silencio último. Es sobradamente conocido el atrevimiento de Jean-Paul Sartre, siendo todavía un intelectual imberbe, de viajar a las proximidades de St. Malo, en la Bretaña, a fin de derramar sobre la tumba del vizconde François de Chateaubriand, autor de la extraordinaria Memorias de ultratumba, el corrosivo ácido úrico de su orina.

Kensingston ha mantenido hasta ahora en reserva la foto original, pero nada hace suponer que el escándalo por los retoques al retrato hecho en los exteriores del Castillo de Windsor, un día de la semana anterior, haya ido más allá de los mínimos detalles denunciados. Nada, en el fondo, comparado con lo que los viejos laboratoristas se atrevían a realizar en otros tiempos por propia inspiración. O por orden terminante de sus mandantes.

Véase una vez más, si no, la foto de León Trotsky, eliminado “misteriosamente” de una instantánea junto a Lenin, al caer en desgracia frente a Stalin después de la muerte del líder de la revolución bolchevique. ¿Otra más? La foto trucada del generalísimo Francisco Franco, publicada por ABC de Madrid, al cabo del famoso encuentro de octubre de 1940, en Hendaya, con Adolf Hitler, quien poco antes se había pavoneado junto a las tropas alemanas que habían entrado en París. Por arte de magia, Franco tenía ahora los ojos abiertos, en lugar de cerrados como en la imagen original; parecía más alto que Hitler y, además, levantaba un brazo que antes tenía pegado al cuerpo. Era quien quería hacer saber: “¡Aquí estoy yo!”.

Durante el primer peronismo, el de 1946 a 1955, una observación clásica, para develar de qué forma se movían las placas tectónicas por debajo de los pies de los dirigentes del régimen, consistía en estar atentos a si uno de ellos había sido eliminado de una fotografía oficial. Una de las primeras evidencias de que después de la muerte de Eva Perón estaban contados los días de uno de sus favoritos, José Espejo, secretario general de la CGT, fue la tijera que eliminó su figura de una postal al lado de Perón.

Otros tiempos, claro. Las redes sociales y una ética inspirada en nuevos conceptos, potenciadores de los derechos humanos, dificultan ahora las trapisondas, muchas veces risueñas, del pasado en esta constelación de debilidades humanas.

En 2012, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires fue pionera en la Argentina, por iniciativa de los legisladores Oscar Moscariello y Pablo Schillagi, en establecer sanciones contra la manipulación digital de fotografías. La siguió en 2017 la provincia de Buenos Aires. Dispuso que toda foto que haya sido modificada por esa forma deberá exhibir, con tipografía “visible y clara”, el proceso artificial al que hubiera sido sometida.

El Estado tomó el asunto como si fuera un capítulo en el estudio de la psicología social. Lo fundamentó en la inferencia de que podría en general causar frustración en las mujeres encontrarse ante “cuerpos irreales, con parámetros de belleza imposibles de cumplir”.

El problema insoluble hasta aquí es que la tecnología avanza a mayor velocidad que las instituciones, y los legisladores y los jueces se quedan sin aliento para ponerse debidamente al día en estos asuntos. Arriesguemos una hipótesis escalofriante que ya ronda por las mentes más esclarecidas: ¿y si de pronto un chatbot fuera habilitado para diseñar las imágenes y voces de algunos de nuestros muertos?

Por años, en los corrillos de El Litoral, de Santa Fe, se comentaba traviesamente la neurosis de que había sido prisionero el director del diario de una ciudad próxima. Hombre severo y de austeridad monástica, ese director encarnaba profundos ideales republicanos que derivaron en la clausura de su periódico en los años cincuenta.

Pero tenía una debilidad, mentaban los viejos redactores y accionistas de El Litoral: le incomodaba ver en las páginas de su periódico gente que por alguna razón detestara. Y así, al no lograr cierta vez eliminar por medios más expeditivos la figura de un personaje que se había situado justo en el centro del conjunto de personas al que había apuntado el fotógrafo, dispuso que un dibujante y un laboratorista trabajaran de tal manera sobre su cara que lo hicieran irreconocible: anteojos, bigote, peinado y demás.

Los mejores cuentos de fotógrafos de Clarín que conocí al entrar en La Nación referían a la obsesión del fundador, Roberto Noble, por ser enfocado desde un solo perfil. Dicen que Julio Iglesias adolece de igual manía. En tiempos de las radiofotos que recibíamos del exterior por impulsos eléctricos esas cuestiones eran, en realidad, secundarias en parte considerable de los días. Una radiofoto óptima solo se obtenía en las raras jornadas de excelentes condiciones meteorológicas.

Hasta hoy me pregunto cómo toleraban los lectores fotos insertas en la tapa de nuestras ediciones a pesar de su contenido borroso. Recuerdo una en particular. Se discutía sobre la mesa de decisiones de la Redacción, la mesa de los secretarios, sobre quién era un individuo al que deberíamos referirnos en el epígrafe de la foto con la que se ilustraría una reunión de jefes de Estado en los albores de la unificación económica europea. Era el segundo a contar desde la izquierda.

“Es De Gaulle”, acerté a decir, de paso por el lugar. “¿Lo reconociste?”, gruñó un viejo secretario. “No –contesté–. ¿Pero qué otro, si no quien mide dos metros, puede sacarle casi una cabeza al resto de los presentes?”. Con menos recaudos de edición que quienes literalmente mataron la controvertida foto de Kate y sus hijos, De Gaulle ocupó al día siguiente una línea explicativa como “el segundo, desde la izquierda”.

El arte de retocar fotografías es tan antiguo como la fotografía misma. La primera imagen, realizada con el procedimiento de daguerrotipo por Louis Daguerre, es de 1839.

En toda la época analógica se retocaba con hiposulfito de sodio diluido al grado que uno quería. Se utilizaban lápices blancos y de la habilidad del laboratorista dependía cumplir al pie de la letra con las órdenes impartidas: quitar de las apariencias de una persona un año, dos, tres, diez… Hoy, con la computadora, todo es más simple y perfecto. Por eso la crítica a la pobre Kate, casi más que por haberse prestado a una manipulación de imagen por Photoshop, es porque la manipulación se realizó con torpeza de amateurs.

“Toda mujer que se fotografía y no se ve bien por cómo ha salido, al volverse a contemplar, cinco años más tarde, se ve hecha una diosa”, asegura Aldo Sessa, uno de nuestros grandes artistas en la disciplina. Sessa habla con la experiencia de su larga y exitosa vida profesional, que ha trascendido las fronteras nacionales. “En cinco años más –dice, sin necesidad de mayores explicaciones– te agradecen la foto que antes aborrecieron”.

Por extraño que parezca, nadie sabe en realidad cómo es. “Puedo retocar hasta el veinte por ciento de la imagen de una persona –dice Sessa– sin que caiga en la cuenta de lo que he hecho”. Explica que a simple vista esos trabajos no dejan huellas, pero si uno aumenta en la pantalla quince veces la imagen trabajada, todo salta.

Podrían hacer entonces una prueba al respecto quienes afirman que las fotografías del Presidente suelen estar sometidas a un ajuste en la zona usualmente crítica de la papada. Por lo que se ha filtrado, es una tarea cosmética ajena a los fotógrafos de la Presidencia y sería solo de incumbencia del círculo íntimo que vela hasta los últimos detalles por la vida de Milei.

Las fotos amplificadas pueden poner al descubierto intimidades insospechables. Tiempo después de la caída del presidente De la Rúa, la revista Gente publicó a dos páginas una imagen del despacho presidencial, con uno de los cajones del escritorio abierto durante las últimas horas de su gobierno. Quedó así en evidencia el contenido del cajón, pues el ojo de águila de los editores identificó el envase de un energizante masculino.

Es tal el grado de susceptibilidad al que se ha llegado en estos tiempos sobre los retoques fotográficos, por mínimos que hayan sido, como en el caso protagonizado por Kate Middleton, que se han oído juramentos de que Kensington ha dejado de ser una fuente informativa confiable. Más escéptico que otros, el Daily Telegraph, el diario de cabecera de la nobleza británica, convocó en consulta al doctor Harry Farid, profesor de Ciencias de la Comunicación, en la Universidad de California, Berkeley. “Lo que preocuparía aquí –dijo con voluntad apaciguadora– es si Kate no estuviera en esta foto y hubiese sido insertada digitalmente”.

Ni un extremo ni el otro. Tal vez Kate, “la joya de la corona” por contar dentro de la familia real con el mayor índice de popularidad entre los súbditos británicos, debió haber estado más protegida por quienes la rodean en sus afanes de editora fotográfica. Con bastante buen criterio, la prensa europea recordó a raíz de ese descuido las palabras sabias de Felipe de Edimburgo, el esposo de la reina Isabel, a quien habían hecho fama de ser el tonto de la familia, pero que era más listo de lo que se suponía. Felipe decía, de manera simple, que una familia real debía ser visible y querida a riesgo de ser abolida, como la de sus parientes griegos.

Ningún escándalo ayudará, por menor que haya sido, a preservar la monarquía británica, representación simbólica de la continuidad jurídica de un Estado milenario.

© La Nación

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