Ser tucumano no es nada fácil

Hay sociedades donde la vida de sus miembros está planificada de forma tal que su relación con los quehaceres fluya, por así decirlo. La lista de acciones que tienen que ejecutar suele ser corta y universal, cualquier “gil de estopa” la conoce. No es así en nuestro caso.

Hasta en lo más pequeño nuestros mecanismos son complicados, por ejemplo los botones y las perillas de nuestros dispositivos. En esas ciudades obscenas de las que Dios nos libre, los botones se dan por aludidos a la primera presión -¡qué flojos, che!-, los nuestros no quieren ser meros intermediarios entre nosotros y la luz o el ascensor. “Tiene un jueguito” decimos cuando un principiante falla en el intento de, por caso, llamar al ascensor. Hacen falta no uno sino una serie de intentos que involucran mayor fuerza, tiempo, dibujar con el botón algún círculo o combinaciones de figuras geométricas. Incluso una súplica o hasta un insulto es a veces necesario para conjurar la orden. Con las llaves de la luz suele suceder lo mismo, sumado a que están normalmente lejos de la zona que queremos iluminar; así la cocina se ilumina con la llave que está en el patio, de tal forma que nuestros arquitectos y electricistas tienen en alta consideración aquello de usar toda la casa.

Ahora nada se compara al estacionamiento de la Terminal de Ómnibus de Tucumán. El sociólogo George Ritzer acuña el término “macdonalización” aludiendo a las sociedades que han sometido a reglas y procedimientos legales racionales y burocráticos que se observan en las cadenas de hamburguesas aunque son protocolos de muchas otras esferas de nuestra vida. Los tucumanos hemos tenido en un movimiento desigual y combinado, otro modelo burocrático, menos racional quizás, que podemos calificar de “palmerización”. No me refiero a las monocotiledóneas, sino al sistema que adoptó un otrora famoso bar que funcionó con éxito en los años ochenta y noventa en calle Muñecas al 500. Sencillamente, La Palmera tuvo la creativa idea de dar a cada cliente que ingresaba una grilla con todo el menú, una suerte de multiple choice de sándwiches . Al traer el pedido, el mozo marcaba allí lo ordenado. Al salir, uno debía abonar lo anotado o devolver intacto el menú. Los adolescentes teníamos pesadillas de extraviarlo y había leyendas de gente buscando su comanda años sin poder salir.

Esta genialidad podría ser de una enorme utilidad en ámbitos como el electoral. No es sino el precursor de la “lista única” que tanto clama “Lilita” Carrió. Claro que se puede implementar en nuestra provincia sólo si se acota el “menú” de manera drástica. El tema es que no se palmerizó el voto el ámbito de lo electoral, sino que se “sublemó”, como desarrollamos en otro artículo (véase “el fiscal hambriento y la banana de los minions”). Ahora es, digamos, todo un lema.

Fue en el estacionamiento de la terminal donde se encuentra hoy la Siracusa de aquella sanguchería. Es un hito de la más infernal estructura de lo que se da en llamar “autogestión” (bromas aparte). No muchos recuerdan que allí se instaló hace décadas el “Ital Rey Park”, aunque sigue siendo evocado por estos genios, como si nuestros lugares tuvieran memoria.

Dejar el auto en la “terminal nueva” - menos vieja que Machu Picchu- es una aventura. Al llegar tiene que retirar usted su ticket, estirando la mano hasta que crezca o sacando a un hijo por la ventana del auto. Cuide ese papelito. Desde ahora hasta que salga esa será su única esperanza de no caer en la ruina. Las tarifas son de una lógica absurda: desde un milisegundo hasta una hora, por ejemplo 500 pesos. Si está más de una hora, tiene que abonar dos horas, que le salen lo mismo que, digamos un año. Ahora bien, si usted hace sellar ese ticket, ya que realizó un gasto importante en el centro comercial y esta gente es muy sensible, le regalan digamos 14 o 28 minutos. Calcule bien. Al salir, igual se tiene que presentar en el consulado de la terminal, una casilla que queda en la otra punta no importa donde esté, a los fines de abonar o declararse exento.

Lo que no le debe ocurrir jamás es extraviar su ticket, ya que eso para los consignatarios significa que usted nació en el lugar y debe abonar la cifra correspondiente. La salida es digna de los dukes de Hazzard: con medio cuerpo afuera, tiene que embocar el código de barras del papelito en un lector no más grande que un buzón, la barrera cede unos segundos, en los que usted debe acelerar sorteando los lomos de camello que instalaron para la gran despedida. El espectáculo desde afuera es muy similar a las tomas del General Lee saltando a otro condado, sólo que usted sigue aquí.

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