Los tiempos que afloran en la escritura de Alejandra Kamiya son idénticos al ritmo con el que hilvana las palabras. Las respuestas le fluyen con una cadencia particular, pausada. Como en un cuento. Se la nota feliz en esta visita a Tucumán, una tierra que no le es extraña -explicará por qué-, tan entusiasmada por la participación en el Mayo de las Letras como por la chance de explorar una escena literaria alejada de las luces porteñas.
A Kamiya (Buenos Aires, 1966), por más que subraye su alejamiento del ruido político, le preocupa la coyuntura de recortes en la cultura. “El daño que se puede hacer es casi imposible de reparar después”, advierte. Con la misma pasión habla de su compromiso con las letras, de la distancia que establece con el mainstream editorial y de la herencia familiar, en especial la relación con su padre Mamoru, un inmigrante japonés con el que afrontó tareas tan particulares como traducir la poesía de Ryunosuke Akutagawa. Así de intensa y variada fue la entrevista con LA GACETA.
- ¿Dónde se instala Tucumán en tu imaginario?
- Empezó cuando yo era muy chica, con mi amiga Lucila Fernández Carlino. En el colegio ella era “la tucumana”... Éramos muy chiquitas y me acuerdo de que hicimos un trabajo sobre la caña de azúcar, estudiamos cosas de los cultivos de acá y me daba mucha curiosidad. Y la mamá de ella me hacía algo que identifiqué como un postre tucumano, la ambrosía. Me resuena todo eso.
- Un clásico fronteras afuera es cuando se habla de la “casita de Tucumán”.
- Es una referencia, pero de un modo medio anquilosado. En la escuela todos sabemos dibujar la casita, con sus columnas... Pero para mí falta una densidad conceptual. ¿Qué pasó en esa casita? Otra idea que es muy linda, pero habría también que profundizarla, es la idea del Jardín en la República. Puede ser la idea más preciosa que puede tener una provincia.
- ¿Y si te traigo más al presente tucumano?
- Creo que en este momento remite a sus personajes políticos, ¿no? Por la coyuntura argentina la política está en el centro de nuestra vida. No en el centro de mi vida, por suerte. Yo no miro los noticieros ni sigo la diaria de las pequeñas rencillas políticas. Pero es muy difícil estar afuera.
- ¿Cómo te llevas con los festivales, como el Mayo de las Letras, y ese ida y vuelta con escritores de distintos lugares?
- Me encanta. Estoy tan invadida de información sobre Buenos Aires, en un buen y un mal sentido, que me sorprende mucho cuando salgo a las provincias y encuentro la actividad que hay. Por ejemplo, en varias provincias encontré lugares donde se hace lectura de poesía, eso en Buenos Aires no lo vi. Gente que se junta, con cierto sacrificio porque trabaja todo el día, y a la noche se va a un bar a leer poesía en voz alta. Hay mucho movimiento de poesía, que para mí es como la esencia de la literatura. Eso me impresiona, gente joven. Entonces me encanta salir de Buenos Aires y encontrar eso. Me da como esperanza.
- Hablaste de la centralidad de la poesía en la literatura. ¿Dónde encontramos eso en tu obra?
- Para mí la poesía es la cúspide, la cumbre de la literatura, su corazón. Y yo no llego a la cúspide de nada todavía, entonces me rodeo un poco con precaución, con cuidado. Me hace acordar a la idea del mar; se dice que a todo el mundo le gusta el mar, pero se lo aborda con respeto. Algo parecido siento con la poesía. Es lo que más me gustaría escribir, pero por eso mismo me lo tomo con respeto. No me gustaría escribir mala poesía. Entonces, igual que en el mar, voy hasta donde siento que puedo hacer pie.
- Este año el Mayo tiene un lema conectado con la realidad que estamos viviendo, y es “las palabras no se callan”. ¿Qué te sugiere?
- Me gusta, es un espacio de lucha la palabra. No me quiero poner muy política, pero yo me siento agredida, no sólo cuando desfinancian entes que para mí son esenciales, como la educación pública, el Incaa... Pilares de la cultura. También me siento muy agredida cuando se habla mal en un discurso oficial. Puede parecer menor, pero para mí eso es un ataque a la cultura. Cuando una canciller dice “los chinos son todos iguales”; eso es falta de cultura. Quiero decir que hay un ataque ahí en las palabras, entonces es como un espacio de batalla también. Y se puede responder en el campo de las palabras. Las palabras pueden ser un lugar de acción.
- En momentos tan complejos como estos, ¿dónde se para el escritor?
- Yo no soy especialmente combativa, intento abstraerme, pero las provocaciones son tan brutales que hasta la gente conciliadora se vuelve, a su modo, combativa. Es un momento en el que hay que ponerse de pie. Soy antiviolencia, pero están atacando lo más precioso para mí, después de mi hijo. Y el daño que se puede hacer a la cultura es casi imposible de reparar después. La destrucción de la identidad, porque cultura para mí es identidad, no sé cómo se repara. Entonces hay que responder y no digo agrediendo; responder con nuestras armas, que son más culturales. ¿Me desfinanciás? Yo voy a leer el doble, voy a trabajar gratis, voy a ir a más lugares, voy a publicar más libros, voy a ver más películas, voy a tocar gratis. Por eso decía que la palabra puede ser un lugar de acción. Y cuando digo acción no hablo de violencia; digo acción en lo que uno hace. En este momento es importante que no nos corran.
Hablando de literatura
- Para que un cuento sea bueno, ¿qué no puede faltar?
- Una verdad. Una verdad en el sentido más ambiguo de la palabra. Creo que el corazón del cuento está en una verdad que no puede ser dicha. Lo que busca el que escribe es atrapar esa verdad. Pero es algo que está más allá de las palabras. Entonces es como un juego de fracaso permanente, pero algo de eso capta el que lee. Una verdad que no puede ser dicha.
- ¿Y en qué momento después del punto final decís “esto está listo”? ¿O le das muchas vueltas?
- Nunca está listo. Mi maestro Abelardo Castillo decía que hay que corregirse. Siempre hay trabajo para hacer, pero hay que soltarlo para poder avanzar. Si no, todavía estaría escribiendo mi primer cuento. Pero eso no quiere decir que un cuento esté terminado. En todo caso, está publicado. Yo corrijo mucho. Trabajo mucho antes de sentarme a escribir. Por darte un ejemplo, tengo un cuento que se llama “El pozo”, es de los más largos. Lo escribí de una sentada, en un tiempo de almuerzo... Salvo la última frase. Para esa última frase tardé tres meses. Entonces el tiempo es muy caprichoso y relativo en la escritura. No es mensurable, como fuera de la escritura. Corre de otra manera.
- ¿Qué es lo principal que te dejó el taller de Castillo?
- Supongo que cada uno tomará algo diferente. Por supuesto que aprendés cuestiones técnicas, porque estás horas ahí, palo y palo trabajando. Es como un entrenamiento. Vas adquiriendo recursos pero casi sin darte cuenta, como en un juego. Pero lo que yo más valoro del taller de Abelardo tiene que ver con el compromiso frente a la literatura. Él despreciaba a la gente que lo hacía como hobby o con ligereza; él exigía un compromiso de vida y para mí fue muy importante. No sé si habría asumido este compromiso si no hubiese ido al taller de Abelardo. Y ahora que lo asumí me doy cuenta de que es lo que profundamente quería ser. No quiero hablar de destino, es una palabra que le dejo a Borges, pero siento que estoy en el camino que debía y en gran parte es por lo estricto y gruñón que era Abelardo.
- Recorriendo entrevistas y reseñas suelen aparecer rótulos cuando hablan de vos: la escritora de la naturaleza, la escritora de la soledad, la escritora de lo pequeño. ¿Eso te molesta?
- Los rótulos parecen tranquilizadores para el otro; yo no me rotulo, si le sirve a alguien está bien. El rótulo es como una etiqueta puesta afuera, pero los temas vienen de adentro. No soy muy original en los temas; son los que creo que en el fondo nos preocupan a todos, como la muerte, la soledad, los vínculos, el tiempo...
- ¿Le tenés miedo a la muerte?
- Miedo no... Bueno, tampoco me estoy haciendo la gallita (risas), pero en un sentido profundo me da mucha curiosidad. Y como me da curiosidad, mi modo de acercarme por ahora es escribir sobre eso.
- Algunas de tus obras están empleándose como base para coreografías. ¿Cómo se baila un cuento?
- Qué lindo es ese verbo. Antes de escribir yo bailaba; si pudiese bailar no escribiría. Es mucho más pura la forma de la danza, porque dejan de estar en medio las palabras. Vuelvo a una respuesta anterior: ¿cómo se baila un cuento alrededor de una verdad que no se puede decir?
- Hay un concepto de Stephen King acerca de la “caja vacía” del escritor, que se sienta frente a la computadora y se da cuenta de que no tiene nada ¿Te pasa?
- Nunca me pasó eso. Yo pienso un montón de cuentos por día y tal vez elijo uno, pero hasta que llego a sentarme pasan cosas. Pasa la vida, ¿no? A mí la caja me rebalsa, es el problema contrario.
- Estás en Eterna Cadencia, que es un sello maravilloso, pero sin gran alcance internacional. ¿Cómo te llevas con el mainstream editorial?
- Vivo bastante al margen de cualquier clase de mainstream, soy una persona más de los márgenes en moda, en cine, en literatura... Paso por el costado de todo lo mainstream; a veces me sorprende para bien, otras me enoja. Digamos que corro en paralelo, no nos cortamos ni nos molestamos. Tenía ofertas de otras editoriales, pero quise ir a Eterna porque tiene un tamaño y unos detalles que me encantan. Hasta los chicos que llevan libros en los carritos saben de literatura, leen. Es una calidez humana que no se pierde.
- Es un momento importante para las mujeres argentinas que triunfan a nivel internacional, como Samanta Schweblin o Mariana Enríquez. ¿Cómo lo vivís?
- Lo celebro, por supuesto. La primera escritora que me movilizó mucho en ese sentido fue Lucía Berlin. Cuando la leí me acuerdo de la sensación; dije “esto es lo que yo quiero hacer”. Me encanta ese golpe cuando un escritor te toca. Ahí me di cuenta de que los escritores que me gustaban, mi canon personal, eran hombres. Eso me impactó mucho.