19 Mayo 2024

Por Julio Saguir

Lic. en Filosofía e historia, doctor en ciencias políticas

Juan Bautista Alberdi parece haberse puesto de moda. A partir de las  menciones explicitas del Presidente de la Nación, se ha vuelto a hablar y  comentar sobre él de manera frecuente. Sin embargo, el Alberdi del que se habla es un Alberdi -un aspecto, una faceta. Es el Alberdi de la Argentina deseada -de aquella Argentina que a partir de la Constitución se organizaría  de una forma u otra a partir de su diseño y propuesta -liberal o libertaria; federal o unitaria; presidencialismo fuerte o débil.

Pero hay otro Alberdi -no el de la Argentina deseada, sino el de la Argentina  posible. Es el Alberdi que a partir de 1853, cuando Buenos Aires decide no asistir a la Convención Constituyente de Santa Fe y separarse del resto de la unión a conformarse, se transforma en un sagaz observador y analista del proceso histórico del que es parte. Desde allí, mira, critica y denuncia las dificultades primeras y profundas de las provincias para conformar y  configurar su unión -y el bienestar colectivo. Ello tenía un nombre y un  motivo -y quizas una solución.

La causa de la desunión era histórica -una adjudicación de privilegios producida en los tiempos de la colonia. Para Alberdi, “según los fines monopolistas y exclusivos de su sistema de colonias, España puso en las manos del virrey las llaves de ese país, es decir, colocó el puerto único de todo el en la ciudad de Buenos Aires, y esa provincia recibió de las leyes  coloniales no solo el monopolio de la navegación fluvial, sino todas las dimensiones que aseguraban al virrey su autoridad omnímoda e ilimitada dentro del virreinato a su mando” (OC, V, 492).

Los privilegios de ayer se habían transformado en los recursos asimétricos y monopólicos del presente -y afectado su distribución equitativa entre las provincias a partir de 1820. Porque “conservando la clausura de los ríos y de las provincias Litorales, mediante un subsidio pagado a Santa Fe, cuya rivalidad le causaba terror desde entonces, (Buenos Aires) retenía para sí sola toda la renta nacional de aduana que se producía en su puerto, mantenido el único de todo un país dotado de cincuenta puertos por su naturaleza, en provecho exclusivo de la provincia de su situación.” (OC, V, 346).

Tal distribución asimétrica había tenido una consecuencia en el desarrollo homogéneo del pais.  Porque “despojadas de su tesoro y de su capital, las provincias quedan incapaces de tener un gobierno y de vivir en paz, no porque su población sea menos bueno o laboriosa, sino porque están destituidas de sus elementos materiales de gobierno.” (OC, VI, 170)

Así entonces, “la división de Buenos Aires con las provincias está en las cosas, no en los individuos. Es un antagonismo de localidades.... Por ello vemos que las personas se suceden y el antagonismo permanece...: la propensión del viejo puerto a absorber la vitalidad de las provincias.” (OC, V,461s) El problema no son los pueblos, ni su cultura, ni su educación, ni sus  costumbres. Tampoco las instituciones. Para Alberdi, “las causas de la  anarquía y la guerra civil que afligen constantemente a los pueblos argentinos... no vienen de la raza ni de la forma republicana de gobierno... El mal no está en la forma, está en un vicio que enferma el fondo y la sustancia misma del gobierno. Es la confiscación del bien de la nación por una sola  localidad... Cambiad si queréis la forma de gobierno, sustituid la monarquía a la república, cambiad las personas de los gobernantes, poned la capital donde queráis, sustituid la federación por la unidad o la unidad por la federación, haced todos los cambios imaginables: si dejaís en manos de la provincia de Buenos Aires y para su servicio exclusivo toda la contribución de aduana que en su puerto pagan los argentinos de todas las provincias,  dejáis en pie la guerra civil, porque dejáis en pie sus causas”. (OC, VI, 167s)

El conflicto no radicaba en la variedad de mecanismos institucionales que se  pueden diseñar -liberal o libertaria, federación o unidad, presidencialismo fuerte o débil--, sino en la exclusividad de la cuestión material -la propiedad del puerto.  El problema no estaba en el afán de la unión común, sino en la distribución de sus recursos. La dificultad no estaba en la Argentina deseada, sino en la posible.

El problema tenía una solución. Para el ideólogo de la Constitucion nacional, ello dependía de la fuerza instituyente de la carta magna: “En la Constitución actual no falta nada, para la perfección y eficacia de su juego. Contiene todas las piezas, ruedas y resortes de una máquina, a las que solo falta el ajuste y colocación que las haga ser y obrar como una sola máquina... para funcionar eficazmente.” Esta “eficacia” depende “del poder, de la fuerza que gobierna, que residen en los medios y recursos que hacen vivir”.  Por ello no consiste en el “más numeroso, sino el más pudiente, el más rico de recursos, o de medios, o de poderes.” De allí que “donde esta fuerza existe, allí está el poder del país.” Y para Alberdi, “en el país argentino, esto es en Buenos  Aires. Todo gobierno argentino sin jurisdicción inmediata y exclusiva en  Buenos Aires, puede ser un gobierno nacional, pero no es un poder real y  efectivo nacional”.  (OC, VIII, 226ss)

Es posible que en tiempos de discusiones hondas y relevantes, los dos  Alberdi -el de la Argentina deseada y el de la posible-merezcan un debate  de cuestiones aún pendientes.

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