Una publicidad de la década de 1980 postulaba que el año, en Tucumán, tenía sólo 11 meses. ¿Por qué? “Porque junio es de La Perla”. Ahora que esa tienda no existe ya, el mes al que sólo le resta una semana debiera ser considerado, sobre todo a partir de las noticias de la semana pasada, como el mes de la conciencia constitucional de los tucumanos. Conciencia harto maltrecha, habrá que decir.
El miércoles pasado se conmemoraron 140 años del fallecimiento del prócer mayor del panteón de esta provincia: Juan Bautista Alberdi. El tucumano que inspiró el contrato social de los argentinos. La Constitución Nacional, además de los derechos y las garantías esenciales para quienes decidan habitar este suelo, pauta las fronteras de los poderes del Estado y los límites del poder público.
Dos días antes, el juez Juan María Ramos Padilla dictó una sentencia de primera instancia que ya está inscrita en la historia institucional de esta provincia: 16 años de prisión por abuso sexual contra quien fuera el político más poderoso de esta provincia durante la vigencia de la democracia: el tres veces gobernador peronista José Alperovich. Su detención y la inhabilitación a perpetuidad para el ejercicio de cargos públicos representan la clausura, violenta y definitiva, para un proyecto político que consagró la antítesis local de la obra alberdiana. El alperovichismo alumbró una Carta Magna dirigida a eliminar los límites del poder político y consagró una república desequilibrada.
El primer miércoles de este mes, justamente, se cumplieron 18 años de la sanción de ese digesto, que encarnó una verdadera “anti constitución”. Hasta tal punto que fue parcialmente demolida por el Poder Juidicial tucumano, en diferentes instancias. Para mayores confirmaciones, la sancionaron el 6 de junio de 2006: el 6, del 6, del 6… Una decena de sus institutos creados aquella vez fue fulminado por la Justicia, que no los consideró “inconstitucionales” para determinados casos, sino que los declaró “nulos”. Es decir, los borró de la faz del derecho positivo provincial.
Que los tribunales sepultaran muchos de sus atropellos no debe hacer perder de vista que la modificación constitucional fue la piedra angular en el proyecto continuista y decisionista del alperovichismo. Gracias a la reacción del Colegio de Abogados, y la valentía del entonces camarista Rodolfo Novillo, el órgano de selección de los jueces (el CAM) no forma parte del Poder Ejecutivo, sino del judicial; y su diseño no depende de un decreto del Gobierno. Así lo confirmó luego la Corte. A la par, el órgano de remoción de jueces (Jury de Enjuiciamiento) no es monopolio del oficialismo: debe integrarse también con la oposición. Finalmente, la letra de la Constitución sigue siendo pétrea: no está a tiro de enmiendas de la Legislatura, como consagró el alperovichismo en 2006.
Elecciones transparentes
Luego, el Movimiento Popular Tres Banderas, o MP3 (no los partidos tradicionales ni históricos), mediante la causa impulsada por Alejandro “Cacho” Sangenis y el constitucionalista Rodolfo Burgos, evitó que la Junta Electoral Provincial hoy esté controlada por el Poder Ejecutivo, que la rediseñó y sentó allí a dos de sus integrantes, sobre un total de tres miembros. La conciencia republicana de Novillo malogró esa lesión contra un requisito básico de la democracia: elecciones transparentes.
Sin embargo, la embestida del alperovichismo contra toda limitación al poder político hizo real lo que siempre fue una ficción sobre el epitafio del cardenal Richelieu: “Todo el mal que hizo, lo hizo bien. Todo el bien que hizo, lo hizo mal”. La Carta Magna de 2006 contenía, en sus “Cláusulas Transitorias”, toda una agenda parlamentaria: con plazos perentorios, mandaba a la Legislatura a sancionar una serie de leyes. Por ejemplo, una ley que reglamentara el voto electrónico, en reemplazo de las decimonónicas papeletas volantes con las que se sigue votando. Y una Ley de Régimen Electoral con la cual, por ejemplo, limitar el número de “acoples”. Y una ley reglamentaria de la autonomía municipal, para que pudieran regirse mediante sus propias normas.
Nada de ello se hizo. Así que los males de la “anti constitución” alperovichista siguen vigentes. Cada elección provincial es un desdoroso carnaval de “acoples”, montados mayoritariamente en partidos de mentiritas, alquilados al mejor postor. Porque el sistema de colectoras, jamás regulado, es un motor electoral que consume la representación y se lubrica con dinero. Y las boletas electorales impresas están al servicio de ese mercantilismo y de cuanta maniobra fraudulenta se conozca. Y las municipalidades nada saben del federalismo como forma de gobierno, tal como Alberdi diseñó.
Precisamente, además de lo hecho y de lo omitido por el alperovichismo, hay estragos de su abominación electoral que aún perviven. Aquel régimen arrasó con la igualdad ante la ley, consagrada por el ideario alberdiano en el artículo 16 de la Constitución Nacional: sólo Alperovich y los legisladores de aquella década infausta tuvieron la oportunidad de ocupar sus cargos electivos por tres mandatos consecutivos. Antes y después, nadie. El cuestionamiento judicial de Ariel García, antes de ser legislador, no halló eco en la Justicia. En cambio, halló respuesta en el propio gobernador, que luego lo injurió. Alperovich fue querellado por ello y como la demanda no buscaba un resarcimiento civil, la causa derivó en un hecho único: la Justicia pidió el juicio político del gobernador en 2010, expediente rechazado minutos después de ser comunicado a la Legislatura.
Tras la reforma, los constitucionalistas Luis Iriarte y Carmen Fontán objetaron otra serie de desquicios consagrados en 2006. Entre los muchos que cuestionaron, dos son reveladores del desprecio del oficialismo justicialista de la primera década de este siglo contra la república como forma de Gobierno. Por un lado, la exigencia de más votos legislativos para destituir al gobernador y el vice en comparación con los vocales de la Corte. Es decir, fin de la igualdad objetiva de los poderes y avance del Ejecutivo sobre la Justicia. Por otro, los decretos de necesidad y urgencia: adquieran fuerza de ley si la Legislatura no los trata. Es decir, agravamiento de facultades extraordinarias para el gobernante y avance del Ejecutivo sobre el Legislativo. Esos reparos de los letrados tucumanos fueron avalados en la Justicia tucumana, pero aún no están firmes: resta el fallo de la Corte nacional.
A esto se suma que, en el marco de la causa “MP3”, Novillo también fulminó un inadmisible privilegio electoral: el que determina que los funcionarios no pueden ser obligados a pedir licencia durante la campaña en caso de ser candidatos. El fallo exhortó a la Legislatura, precisamente, a dictar un régimen de licencias. Pero nunca se acató la sentencia y hoy se mantiene la laguna legal.
La reforma de 2006, consecuentemente, no es tan sólo un “mal recuerdo” de hace casi dos décadas: es un legado ominoso todavía vigente. Un recuerdo lacerante de que, en términos no sólo jurídicos y políticos sino también sociales, pocas cosas son tan valiosas y trascendentes como una reforma constitucional. Como se avisó largamente, el decadentismo tucumano, en una importante medida, se explica por el extravío institucional de hace 18 años. Sólo la conciencia constitucional de los magistrados terminará de desguazar esa ignominia. Y sólo la conciencia constitucional de los ciudadanos conjurará su reedición. De lo contrario, la Argentina contemporánea tendrá sólo 23 de sus 24 distritos. Porque uno será el territorio del atraso.