El fin de Nixon, o cómo un tramposo intentó irse como un héroe

El fin de Nixon, o cómo un tramposo intentó irse como un héroe

Su esposa, Pat, ya subió al helicóptero. Richard Nixon estrecha la última mano, recorre los tres peldaños de la escalerita y gira velozmente. Gesto pensado, calculado, ensayado, propio de un performer profesional. Entonces extiende el brazo derecho con la presteza de un zarpazo y después es tan Nixon como siempre: la sonrisa congelada en los labios pero no en la mirada, las manos en alto y la reminiscencia peronista de los dedos en ve. La puesta en escena, montada en el jardín trasero de la Casa Blanca, culmina cuando Nixon se diluye en la oscuridad de la cabina, la portezuela se cierra y las aspas empiezan a girar. Gerald Ford se atiene al protocolo y junto a su mujer -la célebre Betty- despiden a Nixon como quien saluda a un astronauta que marcha a la Estación Espacial. Hace 50 años, el 9 de agosto de 1974, el mundo hablaba de esto. De la renuncia del presidente de Estados Unidos -la primera, la única-; del adiós cínico y teatral consumado frente a las cámaras de TV; de la absurda pretensión que un tramposo acreditado como Nixon suponía posible: pasar a la posteridad cual abnegado héroe sacrificial. Nadie lo compró, por supuesto.

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Un día antes, el 8 de agosto, Nixon había informado a su país de la decisión. El pedido de disculpas resultó escueto, quirúrgico. Las delictuales ofensas autoinfligidas a su investidura no le parecieron suficientes como para entrar en detalles. Fue así que millones de estadounidenses -y la posterior audiencia global- lo vieron hincar la rodilla y soltar el hueso del poder que roía con fruición. Nixon confesaba públicamente que había perdido el apoyo del Congreso, lo que implicaba una inevitable destitución. Dimitir y pasarle el problema al vicepresidente Ford era, según esa mínima y televisada pieza de oratoria de Nixon, el posible epílogo para la pesadilla de Watergate. Cumplió la promesa al día siguiente.

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Por entonces la Casa Blanca miraba con preocupación el “caso argentino”. Ya habían solucionado el “caso chileno” con el golpe del 11 de septiembre de 1973, asonada que terminó el experimento socialista de Salvador Allende con la imprescindible colaboración de la CIA. La embajada estadounidense seguía día a día el imparable deterioro de la salud de Juan Domingo Perón, cuya tercera presidencia se apagó 40 días antes de la caída de Nixon, el 1 de julio. Todo lo que viniera a partir de allí sería imprevisible en aquella Argentina convulsionada por la violencia política y la debacle económica. El Gobierno se había transformado en el botín que disputaba una bandada de buitres, mientras la viuda de Perón cargaba la banda presidencial como si se tratara de un yunque. Había demasiado de qué preocuparse en el país durante aquel agosto del 74, pero la crisis estadounidense era demasiado poderosa y derramaba sus efectos. LA GACETA dedicó el título principal y la imagen dominante de la portada al juramento de Ford. Debajo quedó la foto de Nixon y su canto del cisne.

El fin de Nixon, o cómo un tramposo intentó irse como un héroe

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Watergate fue una bola de nieve que terminó con el tamaño de la Antártida. La investigación periodística, que tumbó a la administración Nixon, desmenuzada desde todos los ángulos posibles a lo largo de este medio siglo, nunca deja de sorprender. Una cuadrilla de chapuceros e incompetentes con ínfulas de espías, personajes caricaturescos -y no por eso menos peligrosos-, elefantes rompiendo todo en el bazar de la Casa Blanca, amateurs tomando decisiones de Estado; un Presidente que se sintió impune, grabó sus propias conversaciones y demasiado tarde comprendió que no estaba haciendo otra cosa que meter la cabeza en la guillotina. Todo eso e infinitamente más fue Watergate. Claro que el Nixon de agosto de 1974 no era el animal político que se jactaba de conocer cada entresijo del poder. Había perdido los reflejos.

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Hubo muchos Nixons, y a la vez uno solo. En su rol de (eterno) vicepresidente de “Ike” Eisenhower llegó a la Argentina en visita oficial para asistir, en 1958, a la asunción de Arturo Frondizi. Una foto lo muestra levantando la mano del almirante Isaac Rojas, líder golpista de la “Libertadora”. Está el Nixon derrotado -apenas- por aquel resplandeciente y efímero JFK; está el estrechísimo ganador de la elección del 68 (43,4 a 42,7 sobre Hubert Humphrey); y está el reelegido por paliza en el 72, cuando disfrutaba a pleno en la cumbre de la popularidad. El que entibiaba la Guerra Fría visitando a Mao y recibiendo a Brezhnev. El que se desatascaba muy pero muy tarde en Vietnam, allí donde todo lo que debía salir mal salió mal. Tantos Nixons como la bibliografía que lo cuenta e intenta explicarlo/entenderlo. Pues bien, al Nixon de agosto de 1974 los estadounidenses le respondían con los pesares de esa víscera inapelable llamada bolsillo. Durante su primera presidencia la economía consumía millas como un tren, al punto de que su apodo (“Tricky”, tramposo) se repetía como un chiste, pero las cosas habían cambiado a partir del 16 de octubre de 1963. El estallido global de la crisis del petróleo bombardeaba con sus esquirlas a Estados Unidos. La inflación se comía los salarios y la imagen de Nixon.

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De helicópteros y metáforas se alimenta la Argentina contemporánea. En helicóptero se marchó detenida por los militares María Estela Martínez de Perón el 24 de marzo de 1976 y en helicóptero huyó Fernando de la Rúa de la Casa Rosada en diciembre de 2001, dejando a sus pies un cóctel compuesto por estado de sitio, represión y un reguero de muertos. Todo eso sucedió tras aquel último acto de la farsa protagonizada por Nixon. Toda esa gente reunida en el jardín trasero de la Casa Blanca, con cara de circunstancia, tributándole honores presidenciales, cuando lo que se estaba consumando era un gran escape. Fue así que el helicóptero se elevó, giró a la izquierda, tomó velocidad y salió de esta historia para siempre.

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