La enfermedad de Parkinson es un trastorno progresivo de la función motora, caracterizado por debilidad en los movimientos voluntarios, rigidez y temblores. Norbert Wiener la describe así: “Para llevar a cabo exitosamente un fin propuesto, las diversas articulaciones que no están directamente asociadas con esa finalidad deben mantenerse en un tono o estado de tensión débil. Así, existe un apoyo efectivo para la contracción final muscular que sirve al propósito prefijado. Para hacer esto, se necesita un mecanismo de retroalimentación secundario, cuya ruptura se traduce en el temblor. Sin embargo, cuando el afectado intenta ejecutar una tarea definida, el temblor disminuye hasta tal punto que, en las primeras etapas de la enfermedad, la víctima puede tener éxito hasta como cirujano ocular”. En ocasiones, para desentrañar el significado de algunas patologías, los tratamientos que la ciencia médica desarrolla pueden proporcionarnos una valiosa ayuda. Existen “marcapasos cerebrales” que producen una estimulación cerebral profunda en los afectados por el mal de Alzheimer o el parkinsonismo, mediante electrodos implantados en sus cerebros. Esa estimulación paliativa, que activa las zonas dañadas, sugiere que se podría haber prevenido la enfermedad si el afectado, de manera natural, hubiese podido generar o mantener su propia autoestimulación vital. El parkinsonismo, trastorno del movimiento, se volvería más probable cuando el deseo del afectado (proyecto, motivación, ilusión), que hasta antes de la enfermedad aglutinaba sus movimientos, se ha desvanecido. Entonces, los movimientos se vuelven caóticos porque habrían perdido la unidad. En el caso del mal del Alzheimer, ocurriría algo similar: el enfermo habría sufrido una pérdida del sentido por el cual vivir, que, mediante la memoria, estaba ligado a su mundo simbólico. Ha perdido aquello que cohesiona al individuo, no solo mentalmente, como ya sabíamos, sino también biológicamente.
Jorge Ballario