Cómo acabar de una vez por todas con la cultura

Por Walter Gallardo, desde Madrid, para LA GACETA.

06 Octubre 2024

De tanto en tanto, una corriente simplista de pensamiento vuelve a la carga con la idea de que la cultura es una actividad superflua, onerosa y con veleidades izquierdistas a la que se dedica gente con pocas ganas de trabajar; gente parasitaria que nada aporta a la riqueza de un país pintando cuadros, filmando películas, escribiendo libros o componiendo canciones; gente, en suma, a la que hay quitarle cuanto antes todos los recursos para impedir que siga aprovechándose de los “ciudadanos de bien”, esos que hacen cosas consideradas “verdaderamente útiles”. Para sorpresa de muchos memoriosos, sin rubor y sin escrúpulos, suelen encabezar esta causa algunos economistas y políticos exhibiendo el rótulo de “liberal”, como si este fuera un sinónimo de sensatez o virtud, e incluso de decencia. Con el fervor exagerado del converso, presumen de tener las soluciones para desterrar esa lacra de la sociedad. En definitiva, vienen a preguntarse algo así: “¿Qué es un poeta al lado de un agente bursátil?”. O de un modo más insolente: “¿Qué es un Pablo Neruda al lado de un Bernard Madoff, el Gordon Gekko de la crisis mundial del 2008?”.

Pese a su embestida supuestamente innovadora, de esta corriente no se oirá nada nuevo sino una retahíla de propuestas desempolvadas del baúl de los resentimientos y fracasos; un antiguo eco desafinado y desleal al siglo XVIII. Sin duda, forman parte de ese espasmo cíclico de la historia protagonizado por un sector que se siente inseguro de su poder de persuasión, incapaz de conseguir el respaldo de los artistas, músicos y escritores, y, sobre todo, con un inocultable complejo de inferioridad intelectual. Así, coherentes con esas carencias y prejuicios, no propondrán alternativas creativas sino el cierre y la eliminación de los espacios donde el estado contribuya al fomento de la cultura. Si eso no se consiguiera democráticamente, con el aval de las instituciones y la voluntad mayoritaria de los ciudadanos, lo intentarán por la fuerza. Al fin y al cabo, están convencidos de que sólo ellos saben lo que le conviene a la gente.

Curioso, pero no raro: después del daño infligido, seguirán con su disfraz de “liberales” para bochorno de Adam Smith.

Así y todo, refutarlos es una tarea sencilla; no lo es, en cambio, impedir que algunos los tomen en serio, al menos por un tiempo, como antes ocurrió con otros tantos impostores y lunáticos. Si lo que pregonan desde los confines de los tiempos tuviera algún buen antecedente, o mejor, algún sentido, los habitantes de Atapuerca no habrían pintado las paredes de sus cuevas hace más de un millón de años y se habrían dedicado a la especulación inmobiliaria con tanta tierra sin dueño; Miguel de Cervantes no habría sacrificado ni una tarde libre en su obsesión por las aventuras de un tal Alonso Quijano y habría seguido muy tranquilo como recaudador de impuestos; o Beethoven, el gran genio, no habría dilapidado un solo minuto de su maltrecha salud y sus últimos años en componer la Novena Sinfonía de haber sabido que no le iba a solucionar sus problemas económicos. Y siguiendo en esa línea, hasta se podría poner bajo sospecha a las figuras destacadas del Renacimiento: ¿Eran unos vagos comunistas que al no tener oficio ni rumbo en la vida despilfarraban las horas haciendo esculturas como el David o pintando La última cena, la Mona Lisa o embadurnando las bóvedas de la capilla Sixtina con obras tan intrascendentes como La creación de Adán?

Suena disparatado, a club de la comedia, y algunos pensarán que por eso mismo no habría por qué preocuparse. Sin embargo, los que llevan adelante esta cruzada muchas veces llegan al poder (sobran los ejemplos) y es cuando la cultura ya no puede defenderse sola y pasa a ser una víctima fácil en los presupuestos. Para demostrar sus postulados, y darse a sí mismos la razón, harán que el ataque ideológico, la falta de dinero y respaldo institucional entorpezcan la creación artística y la empujen a la absoluta precariedad. Justificarán sus actos destructivos contraponiendo ejemplos groseros de prioridades, como si la cultura fuera incompatible con los malos momentos económicos o una frivolidad que debe ser permitida si se asocia a una forma de pensar y sólo en épocas prósperas.

Llegado hasta aquí, cabría preguntarse si estas ideas han producido sociedades más civilizadas. Para encontrar la respuesta, buena es la historia. Y ella nos dice que ningún pueblo ha podido hasta hoy prescindir del arte en todas sus formas porque es parte de la naturaleza humana, una herramienta que permite traspasar los límites asfixiantes de la realidad para introducirnos en un universo donde es posible dar rienda suelta a los sueños, a la ilusión y a las utopías. ¿Cuánto de todo esto necesita la salud de nuestro espíritu? ¿Alguien puede imaginar un mundo sin música, sin libros, sin cuadros o sin películas, es decir, sin la fantasía necesaria para suplir las carencias de nuestra condición de seres imperfectos? Hay países que lo intentan, claro, pero están en un estadio primitivo en el que el ciudadano sólo siente opresión y ganas de huir; donde la vida es una sucesión miserable de horas y de días.

Y como casi todo en esta corriente se restringe a las teorías de mercado, también habría que preguntarse si las grandes instituciones culturales fueron creadas con el fin de generar un beneficio económico directo. Pongamos por caso el Museo Británico, propietario de la colección permanente más grande del mundo: 8 millones de obras. Sería impensable sostenerlo sin un presupuesto específico del estado teniendo en cuenta que en el Reino Unido los museos nacionales no cobran entrada. ¿Se han planteado cerrarlo por insolvencia? O el Museo del Prado, que costó a los contribuyentes españoles casi 50 millones de euros en 2023. ¿Existe algún plan para quitarle fondos? Algo similar ocurre con la Radio Televisión Francesa o la BBC en Gran Bretaña: se financian con un impuesto que ronda los 170 euros por año y habitante. Las dos, como también lo hace la Radio Televisión Española, participan además en series renombradas de televisión, en películas y otros proyectos culturales con un éxito notable. Y podríamos ampliar la lista si habláramos del dinero invertido por algunos gobiernos europeos en orquestas o ballets, escuelas de arte dramático, bibliotecas, institutos de cine, coros y editoriales. Y como la tarea no se acaba dotándolos de fondos, sino que continúa promoviendo su actividad, algunos países de Europa distribuyen un bono entre los jóvenes para alentarlos a consumir cultura. En España, ese bono-regalo es de 400 euros.

En conclusión: ¿es la cultura un negocio ruinoso y hay que acabar de una vez por todas con él, como lo propone con sorna Woody Allen en el título en español de su libro “Getting Even”? Definitivamente, no. Sólo es rebelde, plural y provocadora, una piedra en el zapato de los que pretenden organizar la sociedad como quien diseña una ciudad sobre un plano. El resto, el cacareo político, y aún más el rancio debate ideológico, habla de las limitaciones y la incapacidad de quien intenta controlarla o suprimirla.

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