Por Walter Gallardo
Periodista tucumano / Madrid
La inmigración es desde hace tiempo el material demagógico predilecto de los partidos populistas de derechas, y, visto el éxito en votos de sus campañas construidas desde la mentira y el odio, por afinidad y oportunismo lo es hoy también de sus hermanos carnales, los conservadores. Juntos van detrás de una víctima fácil, alimentándose políticamente de la desgracia ajena, como algunos insectos lo hacen de la sangre de otros seres vivos.
El campo de acción es fértil en un año en el que numerosos procesos electorales en todo el planeta coinciden con éxodos masivos, consecuencia de invasiones armadas, genocidios, hambrunas, guerras civiles y dictaduras. Pese a la explotación infinitiva del tema, los recursos usados carecen de novedades y abundan en lugares comunes. A saber: el extranjero está produciendo un fenómeno llamado “el gran reemplazo”, esto es, vaciando la cultura de los países donde se instala para imponer la suya; con ese fin, entre otras cosas, se esmera en tener más hijos para sacar ventaja de la “sobriedad reproductiva” del resto; violan a las mujeres locales y traen tanto enfermedades como religiones peligrosas, sobre todo la musulmana; tienen además una irrefrenable tendencia delictiva, por lo cual luego abarrotan las cárceles y en ellas se los alimenta injustamente con dinero público; como “son demasiados”, se hacen con los empleos, condenando a la miseria a los trabajadores del país de destino; devoran las ayudas sociales a la vez que sus niños (futuros malhechores) invaden las guarderías infantiles, se apropian de las plazas escolares y sus comedores, y, en conjunto, atiborran los hospitales y centros médicos barriales. No satisfechos con tanto vandalismo, estas familias de extrañas costumbres ocupan los parques sin dejar ni un banco libre para los jubilados.
Descripto así, parecería un sarcasmo; pero no hay que subestimarlos, esto es lo más moderado que se oye de sus bocas. A medida que se desplazan hacia un lejano y delirante derechismo, su inspiración se exacerba: en España, dirigentes del partido Vox (tercera fuerza y primo hermano de otras formaciones macondianas de Latinoamérica) sostienen, entre una montaña de ocurrencias, que los inmigrantes aprovechan el momento en que los mayores van al supermercado o a jugar a las cartas con sus amigos para ocuparles sus casas y expulsarlos a la calle; o que son mayoría los extranjeros entre los desalmados que golpean o matan a sus esposas o parejas. A cada dato tremebundo y falso que suministran, las estadísticas siempre los desmienten, pero eso poco les importa: saben que las aclaraciones sólo llegan cuando han colonizado mentalmente a una franja importante de la sociedad; es decir, cuando el daño ya está hecho.
En Estados Unidos, las huestes trumpistas, en colaboración con cadenas televisivas como “Fox News” y las redes sociales, han convertido la mentira en un espacio donde se deshumaniza al inmigrante y la verdad en una plaga de la que hay que huir. Aparte de acusarlos de hacerse un banquete con perros y gatos, de portar enfermedades altamente contagiosas y de corromper unos supuestos valores nacionales, ante los recientes huracanes Helene y Milton difundieron la teoría de que el gobierno manipula el clima y produce estas catástrofes para que la gente, en particular esos mismos inmigrantes, coma de la mano de los demócratas y acabe votando a Kamala Harris. Pero la más hiperbólica de las fantasías, convertida en latiguillo de campaña, corresponde al propio Trump: nadie razonable (quizás por eso mismo sólo él lo cree posible) podría confiar en la promesa de deportaciones masivas, algo impracticable desde la logística y, en particular, desde las finanzas: detener, transportar y expulsar a más de 11 millones de extranjeros indocumentados costaría alrededor de 100.000 millones de dólares, una suma hiriente en un país donde 27 millones de ciudadanos no cuentan con cobertura médica.
Pero no siempre el ataque al extranjero estuvo tan teñido de desprecio. Los partidos de derechas, antes de descubrir el rédito de las noticias falsas, hacían un pequeño esfuerzo por aclarar que no eran segregacionistas o xenófobos, incluso hasta el punto de simular una simpatía poco creíble hacia los forasteros. Actualmente, han dado un paso adelante y ya no creen necesario ese preámbulo y proponen a viva voz una variedad de recursos: atacarlos con barcos de guerra, confinarlos como apestados o frenarlos con muros coronados por alambres con una carga persuasiva de electricidad. Humanismo en estado puro.
Ante el disparate o la indolencia como reacción a un problema en muchos casos de vida o muerte, se podría pensar que por fortuna hay una mayoría sensata dispuesta a actuar de contrapeso para encontrar soluciones. Lamentablemente, no es así. Mientras el populismo de derechas miente, ataca y discrimina, el resto de la clase política ha resuelto ponerse una venda en los ojos y pagar con dinero de todos a una suerte de carceleros o sicarios para eludir responsabilidades. En ese papel están Turquía, Mauritania, Marruecos o Túnez, países que han firmado acuerdos de colaboración con la Unión Europea para frenar a los trashumantes con unas reglas laxas o inexistentes en materia de derechos humanos. El primero de ellos, con una lluvia de denuncias en su contra, recibió 11.500 millones de euros desde la gran crisis migratoria de 2016. Y ahora como novedad muy celebrada, están los planes de la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, conocida por su xenofobia, de trasladar a los extranjeros indocumentados a prisiones disfrazadas de centros de acogida en Albania, a un costo de 18.000 euros por persona, una imitación del fracasado plan del Reino Unido de llevarlos a Ruanda, a 7.000 kilómetros de Londres.
Meloni no está sola: ya consiguió el apoyo de Países Bajos y Austria, mientras otros estados comunitarios como Polonia, Hungría, Finlandia o República Checa creen que hay que ir más lejos y suspender el espacio Schengen, es decir, el libre tránsito en la UE y restablecer las antiguas fronteras.
Todo indica que el febril trabajo de intoxicación de la sociedad está dando resultados. Lo corrobora en España una encuesta reciente del diario “El País”: la mayoría de los votantes cree que los extranjeros conforman el 30,3 % de la población cuando en realidad no superan el 13,4, mientras que el 55 % está convencido de que los inmigrantes “reciben demasiadas ayudas públicas”, saturan la atención sanitaria y aumentan la delincuencia. Esta percepción negativa ha crecido 16 puntos en año y medio al ritmo de la carroña política en los medios de comunicación y las redes sociales, y preocupa tanto como el desempleo o más que las guerras o el cambio climático.
Pero no toda la inmigración es igual. En esa misma encuesta, se preguntó si los españoles tendrían objeciones a que sus hijos tengan una pareja de otro país. Y la conclusión es que las parejas de países como Suecia o Alemania apenas generan rechazo: sólo a un 4,8% le parece mal o muy mal. Pero el porcentaje sube hasta el 34% si la pareja es de algún país del Magreb o al 25,7% si es de África Subsahariana. Pese a estos datos, nadie admite ser racista. ¿También hay un déficit de sinceridad?
Tal vez todo se remonte al día en que los hechos alternativos comenzaron a tener tanto crédito como los reales, el mismo día en que la verdad pasó a ser una pésima noticia o un testigo incómodo que estropea argumentos a medida de las malas intenciones de un sector político. Ante este escenario, y a la hora de acudir a las urnas, habrá que distinguir si el voto escogido refleja lo que ocurre ante nuestros ojos o responde a un amasijo de falsedades instalado en la opinión pública por unos personajes disfrazados de Jinetes del Apocalipsis. De una decisión o la otra, dependerá que el futuro sea o no la proyección de las mentiras del presente.