Vivo en un barrio donde hasta hace 10 años predominaban las casonas, hermosas, hechas con ladrillos de verdad que daban aislamiento térmico y sonoro, paredes de cincuenta centímetros de ancho o más. Estas son frescas en verano y tibias en invierno. Las fueron demoliendo una a una, para hacer pajareras, palomares de ladrillo hueco, donde en verano hay que dejar el aire prendido porque te morís de calor y en invierno debemos calefaccionar todo el tiempo, gasto fenomenal de energía. Estos nuevos palomares, son muy bien presentados, cuestan una fortuna y algunos de ellos tienen gimnasios, salones de juegos para niños, otro para reuniones, etc. Los ladrillos huecos apenas pintados con un poco de material aislante que no aísla nada, son sostenidos por columnas cada vez más flacas de cemento y acero, que si una se rompe, todo el edificio cae como una torre de naipes. El negocio es comprar una casona, demolerla, y hacer muchos departamentos, al dueño del terreno a veces le pagan con un par de departamentos y venden el resto. El material que ponen es el menor posible para que no se caiga todo. Pero de hecho ya sucedió, una vez en Gesell, un balcón se derrumbó porque a unos chicos se les ocurrió salir todos juntos a mirar. Ahora se derrumbó un hotel de diez pisos, porque algún genio quiso poner un ascensor y rompió la losa. Los palomares no son hogares verdaderos, fueron hechos para durar veinte o treinta años, luego los caños se rompen, se oxidan los cerramientos, los pisos se agrietan, la cocina, las canillas, todo se rompe. Los arquitectos e ingenieros deberían ser menos codiciosos y pensar que ahí tiene que vivir gente. Ellos solo piensan en el negocio. Casas de papel.
Esteban Tortarolo