Al Capone, las metas y los fines

AL CAPONE. Mucha gente lo vio como la encarnación viviente de que “el fin justifica los medios”. AL CAPONE. Mucha gente lo vio como la encarnación viviente de que “el fin justifica los medios”.

Hace 93 años, el público estadounidense asistía a un hecho inverosímil. Alphonse Gabriel Capone, popularmente conocido como Al Capone, cuyo alías en el mundo del hampa era “Cara Cortada”, no era impune. El 24 de octubre de 1931 fue condenado a 11 años de prisión, luego de ser declarado culpable de evasión impositiva. Era, por supuesto, responsable de delitos severamente más graves que ese, como los asesinatos que se le adjudicaban por decenas; pero los miembros de la Agencia de la Prohibición consiguieron probar ese ilícito.

No fue sencillo. Por un lado, “Scarface” no tenía un solo papel a su nombre del vasto imperio de negocios, tanto legítimos como ilegales, que había amasado. Por otra parte, Al tenía sobornada a la Policía de Chicago y comprados a los políticos. Los que no se habían vendido, vivían amenazados. Tanto es así que el fiscal de la causa, de apellido Johnson, había dado el visto bueno para un trato en el cual el gangster, a cambio de declararse culpable, recibiría sólo dos años de prisión de ejecución condicional. El juez James Wilkerson rechazó esa propuesta, llevó a juicio la causa y, el día en que se inició el proceso, cambió el jurado. Elliot Ness y su equipo, “Los Intocables” (en tanto insobornables) sabían que el jurado había sido “coimeado”.

Había pasado seis años y medio tras las rejas cuando fue puesto en libertad por razones de salud. La sífilis, adquirida en la juventud y nunca tratada, lo tenía al borde de la demencia. Tenía 48 años cuando falleció de un ACV el 25 de enero de 1947. Había nacido el 17 de enero de 1899, en un hogar compuesto por un padre barbero, una madre costurera, otros siete hijos, y una pesadilla de privaciones en la tierra que prometía “El sueño americano”.

Libros, cine, moda y turismo

Después, el criminal se convertiría en mito popular. Numerosas biografías se han escrito sobre él. Dos de las más conocidas, todavía disponibles en Argentina, son Al Capone. La biografía de un hombre que se hizo a sí mismo, de Fred Pasley (se consigue en inglés o en castellano) y Al Capone. Su vida, su legado y su leyenda, de Deirdre Bair. En el cine, ya en 1959 se estrena la película biográfica “Al Capone”, dirigida por Richard Wilson y protagonizada por Rod Steiger. Entre las más recientes se cuenta “Capone”, de Josh Trank, situada en los últimos años del hampón, ya libre de la prisión y al borde de la insania, con Tom Hardy en el papel principal. En torno de su caída a manos de la justicia está la recordada y premiada “Los intocables”, de Brian de Palma, con Kevin Costner, Sean Connery, Andy García y Robert de Niro. Hoy, “Capone” no sólo es remeras: es una marca de ropa argentina, oriunda de La Plata, nacida en 1995.

Hay desde hace décadas una glorificación de los líderes del crimen organizado de los Estados Unidos de los tiempos de la “Ley Seca”. Las películas al respecto son legión (existe casi un culto en torno de “El Padrino”). En EEUU, además, son un atractivo turístico. Hay un bar temático de la “cosa nostra” en las afueras de Las Vegas, donde hasta se exige una contraseña verbal para el ingreso. En Nueva York se pueden disfrutar de una recorrida por el East Village y por Little Italy para disfrutar de la gastronomía de la mafia, con ex policías como guías. Chicago, directamente, cuenta con el “Chicago’s Gangster Tour” para conocer, in situ, sobre historia del crimen organizado y visitar lugares donde se perpetraron crímenes reales…

¿Por qué esa fascinación con los criminales? Siete años después de la condena contra “Cara Cortada”, un joven sociólogo de los Estados Unidos encaró la tarea de pensar de manera estructural el fenómeno de los “hombres sin ley”. Robert King Merton (1910-2003) publicó en 1938 (todavía no había nacido su hijo, Robert Cox Merton, ganador del Nobel de Economía de 1997) su ensayo Estructura social y anomia. Desde la primera página reniega de las corrientes que atribuyen “las fallas en el funcionamiento de las estructuras sociales a su incapacidad para controlar los poderosos impulsos biológicos del hombre”. Por el contrario, el autor propone “descubrir cómo algunas estructuras sociales ejercen determinadas presiones sobre ciertos miembros de la sociedad que los llevan a responder en forma inconformista”.

Metas y medios

Merton plantea una distinción sustancial. “Entre los varios elementos de que están compuestas las estructuras sociales y culturales, dos son de importancia inmediata. (…) El primero consiste en las metas, los propósitos e intereses culturalmente definidos, y aceptados como objetivos legítimos para todos o para diferentes miembros de la sociedad. (…) Las metas culturales prevalecientes son las que podríamos llamar un marco de referencia para la aspiración social. Son aquellas cosas por las que vale la pena luchar”, define.

Luego, “un segundo elemento de la estructura cultural define, regula y controla los modos más aceptables de alcanzar esas metas culturales. (...) Muchos procedimientos, que para los individuos, serían los más eficaces para alcanzar los fines –el uso de la fuerza, el fraude, el poder– están fuera de lugar en el área institucional de conducta permitida”, contrasta.

Lo deseable es la armonía entre las “metas” legítimas y los “medios” admisibles. “El equilibrio entre esas dos caras de la estructura social se mantiene mientras cobra incremento la satisfacción de los individuos que se han aclimatado a ambas exigencias culturales. Por ejemplo, satisfacciones que derivan de haber alcanzado algunas metas, o aquellas que surgen directamente de los medios institucionalmente canalizados para alcanzar esas metas”, grafica.

Por el contrario, hay conducta anómala cuando opera una disociación entre las aspiraciones culturalmente prescriptas y los caminos socialmente estructurados para alcanzarlas.

Merton advierte entonces que “si el énfasis se pone exclusivamente en el resultado final de la competencia, es probable que aquellos que continuamente resulten derrotados quieran, lógicamente, cambiar las reglas de juego. Ocasionalmente –no invariablemente, como suponía Freud–, la sociedad tiene que compensar el sacrificio que conlleva someterse dócilmente a las normas institucionalizadas. Para que cada individuo trate de cumplir cabalmente las obligaciones que su status social le impone, es necesario que la distribución de status sobre la base de la competencia sea de tal naturaleza que se provean incentivos positivos para cada posición dentro de la escala social. Si no se hiciese así (…), podría darse ocasión del comportamiento delictivo. (…) El comportamiento anormal puede ser considerado sociológicamente como un síntoma de ausencia de relaciones entre las aspiraciones culturalmente prescritas y los canales socialmente estructurados para realizarlas”, identifica.

Cuando las “metas” adquieren gravitación desmesurada, los “medios” devienen superfluos. “En este caso, la única pregunta es: ¿cuál de los procedimientos disponibles es más eficaz en la consecución de la meta culturalmente aprobada? El método más efectivo técnicamente, sea legítimo culturalmente o no, es preferido a las normas institucionalizadas. A medida que se desarrolla este proceso de atenuación, la sociedad se va tornando inestable hasta que surge un estado de anomia: los individuos carecen de normas que regulen su conducta”.

Merton subraya que la cultura norteamericana da gran importancia al éxito como meta. “Sería caprichoso decir que en los Estados Unidos la riqueza acumulada es el único símbolo de éxito de la vida, de la misma manera que sería frívolo asegurar que la riqueza no ocupa un alto sitial en la escala de valores norteamericanos. En gran medida, se considera al dinero como algo que tiene valor en sí mismo, valor que está por encima de su utilidad como medio para la adquisición de bienes de consumo, o de engrandecimiento personal. El dinero puede convertirse con facilidad en símbolo de prestigio. Tal como ha dicho Simmel, el dinero es altamente abstracto e impersonal. No importa la forma en la que haya sido adquirido –legalmente o por fraude–, puede ser usado para comprar los mismos bienes y servicios”.

El pensador alemán citado por Merton es Georg Simmel (1858-1918). En su ensayo Filosofía del dinero sostiene que a partir del impacto de las revoluciones industriales, todo cuanto el hombre hace es susceptible de ser considerado una mercancía. Todo, entonces, tiene precio. Y el dinero ya no es un instrumento para obtener bienes, sino que es la viva representación de los objetos a los que se puede acceder. El dinero del que se dispone es, directamente, la vivienda que puede adquirir, la educación que puede costearse, los servicios de salud a los que se puede acceder, las vacaciones que pueden disfrutarse, el auto del que puede disponerse… Si para todo hace falta plata, entonces el dinero ya no es un medio: es un fin.

Dinero y tiempo

Merton hace hincapié en un hecho casi sobrenatural respecto del dinero: no importa que sea mal habido, el tiempo lo redimirá. “Lo anónimo de la sociedad urbana, y estas peculiaridades del dinero, permite a la riqueza operar como símbolo de alto status. Ya sea el origen de esta desconocido, o ya sea que resulte conocido y que se purificará a través del tiempo”.

Detrás de semejante alienación se encuentran la escuela, la publicidad, el ámbito de trabajo, la literatura, la familia… El bombardeo de perseguir “la meta” es incesante. “Junto con este énfasis positivo en torno de la obligación de mantener vigentes altos ideales económicos, existe un énfasis correlativo de castigar a aquellos que retroceden en la ambición. A los norteamericanos se les amonesta para que no abandonen la carrera económica ya que en el diccionario de la cultura estadounidense, al igual que en el léxico de la juventud, ‘no existe la palabra fracaso’ –explicita Merton–. El manifiesto cultural está bien claro: uno no debe abandonar sus ideales, no debe flaquear en sus esfuerzos ni poner coto a sus ambiciones. Lo condenable no es el fracaso, sino la falta de ambición”.

En semejante escenario, donde a todos se impone la misma “meta”, pero (como bien suele advertir el filósofo tucumano Santiago Garmendia) no a todos se les brindan los mismos “medios”, la popularidad de los gangsters responde a multitudes de personas que ven en el mafioso a un hombre que logró alcanzar la meta por encima de los medios. Por eso su inmoralidad y su criminalidad son legitimadas. Son la encarnación viviente de que “el fin justifica los medios”. Y son la consagración de la anomia. Lograron el éxito. Y eso los reivindica.

Milagro bíblico

No es casual que la riqueza opere semejante redención popular. Por caso, tanta es la trascendencia del dinero que Simmel plantea, en la frontera misma entre la verdad revelada y el sarcasmo herético, que el dinero opera diariamente la realización de un milagro bíblico: el de la multiplicación de los panes y los peces. Si uno lleva un fajo de billetes a un banco y lo deposita a plazo fijo, al cabo de un tiempo lo verá duplicado.

En la edición de Filosofía del dinero de la editorial Capitán Swing, disponible en librerías en todo el país, en la tapa hay un pez de cuya boca brotan decenas de otros peces.

© LA GACETA

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