El dueño de un estilo fascinante

JORGE LANATA. En 2002 el periodista hizo una transmisión desde el Hospital de Niños en Tucumán. JORGE LANATA. En 2002 el periodista hizo una transmisión desde el Hospital de Niños en Tucumán. FOTO LA GACETA/ANTONIO FERRONI (ARCHIVO)
12 Enero 2025

Jorge Lanata, el ícono, ha muerto. La mayor vedette del periodismo, luego de agonizar intermitentemente durante más de veinte años, finalmente, se apagó. En eso se pareció a otro ídolo de multitudes, que nos parecía que podía sobrevivir la eternidad en la más absoluta decadencia física. Pero no, y lo más curioso es que todavía incluso nos genere algún grado de conmoción corroborar que la guadaña sea tan inapelable con todos.

Conocí a Jorge a través de la pantalla en mi adolescencia. Tengo en mis ojos el recuerdo nítido de sus estudios de televisión, decorados de manera cambalachesca, con letras enormes tiradas en un estudio gigante de piso blanco. Ese tipo, soberbiamente desagradable, que se desparramaba fumando un pucho sobre el decorado, era hipnotizante. Lo quise y lo aborrecí alternativamente desde aquellos años hasta hoy. A pesar de sus diversas contradicciones, lo admiré muchísimo más de lo que lo odié. Admiré su desparpajo, su provocación, su descontractura. Por entonces el medio televisivo lucía almidonado, y la política se debatía en el programa de Mariano Grondona, de manera sacramental, y exageradamente formal para mi gusto. Pero Jorge tenía otras maneras. Cada tres palabras metía un irreverente “boludo”. Y a los corruptos les decía “chorros” o sino también lisa y llanamente “hijos de puta”, omitiendo cualquier frío eufemismo. Más allá de que con el tiempo empecé a apreciar otro tipo de debate, sin tanta rimbombancia y calificativos, para el adolescente que yo era ese estilo era fascinante. Para mí Lanata era el único periodista que realmente “tenía huevos”…

Jorge era ante todo un cómodo rebelde, más allá de cualquier pátina ideológica. La realidad es que siempre eligió pararse en “la vereda del frente” del poder político. Era el rol que mejor sabía interpretar. Y lo cumplió a rajatabla, defenestrando a todos y cada uno de los gobiernos. Desde Menem hasta Milei, pasando por el Kirchnerato. Con el tiempo aprendí a tomar con pinzas algunos de sus análisis, tan tajantes. Porque Lanata era, más que un periodista, un verdadero personaje, cercano en la pantalla, pero casi inalcanzable en la vida cotidiana. La mezcla de un pensador, un político, y un actor vanidoso. Una conjunción muy seductora.

Cuando publiqué mi primera novela partí de inmediato a Buenos Aires y me acerqué hasta su departamento para obsequiársela personalmente. De alguna manera sentía que esa historia en las manos de uno de mis grandes referentes cerraba un círculo importante para mi vida. Pero no pude conocerlo; lamentablemente llegué tarde, ya eran tiempos donde sus días eran casi una reclusión permanente. Quizás mi libro quedó ahí, desapareciendo entre sus muebles y trastos, listos para su embalaje final. Y como tal vez sus manos no llegaron a abrir ni la primera página con mi dedicatoria a corazón abierto, en estas líneas pretendidamente elegíacas le rindo mi sentido homenaje.

© LA GACETA

Nicolás Sancho Miñano – Abogado y escritor.

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