

“Exploremos los lugares silenciosos, busquemos qué suerte nos deparan; viajemos a una tierra solitaria que conozco. Hay un susurro en el viento de la noche, hay una estrella brillante para guiarnos, y lo salvaje está llamando, llamando... vámonos”.
Robert W. Service nació en Inglaterra y se crió en Escocia. Durante la primera mitad del siglo XX se maravilló con el territorio del Yukón, en Canadá y a su fría, indómita y encantadora naturaleza le dedicó parte de su obra poética. De hecho, los versos de arriba constituyen el remate del poema The call of the wild (“El llamado de lo salvaje”), que funciona como una suerte de arenga a abandonar las convenciones sociales y las comodidades para entregarse a un estado más natural, casi primigenio. Pero que también adquiere relevancia hoy si nos proponemos analizar nuestros entornos, las urgencias de la vida urbana y las consecuencias que tendrán nuestra acciones en el mundo que heredarán nuestros hijos y nietos. Si bien fue escrito a principios del siglo pasado, da la impresión que aquel llamado de lo salvaje sigue tan vigente como entonces.
Imaginemos el siguiente escenario (bastante habitual en los tórridos veranos tucumanos, por cierto): estamos en un departamento de apenas 40 m2 que se encuentra en un séptimo piso. Es de noche y no hay luz eléctrica; afuera, la temperatura ronda los 32 o 33 grados en plena madrugada; adentro el termómetro marca muchos más. A causa del apagón, la bomba del edificio no funciona y no sube el agua. En el espanto del desvelo crece la tentación de bajar a la calle a buscar algo de alivio (aunque el pavimento siga irradiando el calor acumulado durante todo el día). Para una persona sana y joven esa puede ser una alternativa, pero para alguien mayor, para una mujer con un embarazo avanzado o para un nene, las escaleras que habrá que subir para regresar al hogar, ya que el ascensor no funciona, se convertirán en un impedimento insalvable. En momentos como estos, en los que la ciudad parece convertirse en una cárcel de ardiente cemento, el llamado de lo salvaje puede empezar a hacerse oír. Hay que saber detectarlo.
Al alcance de la mano
Ya no basta con huir del calor agobiante del concreto para encontrar algo de sosiego, como ocurría en el pasado. Hoy, los barrotes de la enorme prisión urbana en la que vivimos se materializan de diferentes maneras: en los celulares y en las redes que nos encadenan; en el sedentarismo; en la contaminación ambiental y sonora; en la violencia; en la inseguridad que nos obliga a encerrarnos, en el estrés permanente… Habitamos una ciudad tan desordenada que en horarios pico a una persona le puede llevar 40 minutos o más ir desde la Virgencita de Yerba Buena hasta la plaza Independencia. Es decir, 80 minutos si el trayecto es de ida y vuelta. Casi una hora y media dentro de un vehículo ¿Cuántas cosas de valor podríamos haber hecho en ese tiempo que la ausencia de la planificación urbanística nos roba? Y si nos ponemos a enumerar las agresiones que reciben los vecinos de otros sectores más desfavorecidos en el Gran San Miguel de Tucumán el panorama se hace aun más angustiante: calles intransitables; un transporte público ineficiente, incómodo y caro; robos; carencias de infraestructura básicas que se expresan principalmente en derrames de líquidos cloacales y en falta de agua potable…
Vivimos mal, muy mal. Pero el llamado de la naturaleza no nos abandona: nos invoca desde esos cerros azules que se levantan al oeste y que parecen estar al alcance de la mano, de una bicicleta, de una caminata, de una salida a trotar, de un campamento con los hijos o con amigos, de un viaje a caballo… No hace falta ser millonario y construirse una mansión en los valles para escucharlo. Al contrario. Reaccionar al llamado equivale a hacerse un autorregalo: tiempo. Porque el tiempo, tener tiempo, es el gran lujo moderno.
Existe una alternativa
En septiembre del año pasado, el diario The New York Times publicó un estudio realizado por Jonathan Haidt, psicólogo social de la Escuela de Negocios de la Universidad de Nueva York, y por Will Johnson, director ejecutivo de la empresa de investigación de mercado Harris Poll, que determinó que la mitad de los jóvenes relevados lamenta que las redes sociales se hayan inventado. El trabajo muestra datos llamativos, entre ellos, el tiempo que permanecen en las plataformas: más del 60% dijo que las usa al menos cuatro horas al día y el 23% dijo que se conecta durante siete o más horas. Además -y acá llega el punto más relevante-, el 60 % reconoció que las redes generan un impacto negativo, que se manifiesta de diversas maneras: desde problemas con la imagen corporal, a la tristeza derivada por la comparación social o el “miedo a perderse algo” (FOMO, por sus siglas en inglés), describieron los autores. Esto puede desencadenar trastornos alimentarios, depresión, ansiedad y el uso compulsivo.
Pensar en aislar de las redes a nuestros hijos sería ridículo. Sin embargo: les podemos mostrar que hay otras alternativas, que hay otra vida esperándolos, que es posible hacerse amigo de un caballo, caminar por una senda hasta perder de vista el resplandor de las luces de la ciudad, bordear un precipicio, ver el horizonte infinito desde arriba de un cerro, bañarse en un río de aguas frías y piedras como huevos prehistóricos, al decir de García Márquez… Ellos luego elegirán. Lo importante es que sepan que existe una alternativa. Y que la recompensa es la libertad.
Inexorable
Algo distingue a Tucumán de otras provincias de la región: la cantidad de villas veraniegas que fueron creciendo principalmente a lo largo del siglo XX en su limitado territorio. Tafí del Valle, Villa Nougués, Raco, San Javier, San Pedro de Colalao e inclusive la hoy urbanísima Marcos Paz se desarrollaron en el pasado gracias al impulso de aquellos que buscaban un refugio más natural que les permitiese escapar de una urbe que durante el estío podía volverse excesivamente hostil. Y esa característica adquiere relevancia hoy, mientras se acelera inexorablemente el calentamiento global.
Hasta hace no mucho más de una década, si uno se paraba de noche en algún punto elevado de La Quebradita y miraba hacia La Angostura, sólo podía ver la oscuridad que ocultaba el extenso campo que separaba Tafí del Valle de El Mollar. Inclusive, era posible distinguir con claridad los faros de los autos que entraban al valle. Hoy, si uno hace lo mismo, advertirá una alfombra de luces que se extiende hasta los rincones más inverosímiles. Se trata de loteos, barrios cerrados y asentamientos que se multiplican año a año. Y la desolación será aún mayor si la vista se dirige hacia El Pelao y tantos otros lugares que han sido arrasados. El desarrollo urbanístico ansioso, desordenado y voraz del que es víctima el Valle de Tafí luce irreversible. Las medidas que están tomando el Gobierno y la Justicia en El Mollar -sitio en el que la decadencia y la degradación parecen haber alcanzado su punto cumbre- encienden algo de esperanza. Pero las dudas persisten: ¿no llegan demasiado tarde? ¿Estamos aún a tiempo de mejorar los procesos de desarrollo en un lugar que lleva implícito el desorden y la informalidad como la marca de un pecado original? ¿Por qué la Justicia no actúa con la misma celeridad cuando las víctimas de las usurpaciones son individuos o entidades privadas? Allí, el llamado de lo salvaje se parece cada vez más a un grito ahogado.