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Cuando se intenta explicar lo que uno siente al recorrer El Mollar se presenta una dificultad. Cuesta encontrar un adjetivo que describa cabalmente la experiencia: desorden, confusión, anarquía, desorganización, desgracia, tragedia, deterioro, decadencia. De algún modo, todos estos se ajustan a la situación, pero no son suficientes para completar la idea.
Todo allí es caótico: sobre las estragadas laderas del Nuñorco aparecen loteos y trazados de calles inverosímiles entre las cuales parecen brotar sin lógica algunas decenas y decenas de casas prefabricadas; las arterias no tienen delimitación clara ni orden (salvo el boulevard asfaltado que conduce a la plaza principal y algunas pocas más), y las carpas y las ferias con música a todo volumen ocupan espacios inclusive a metros de la sede de la Comuna. Nada nuevo, en realidad. Sólo la sorpresa de quien hace mucho no visita el lugar.
Lo que sí es novedoso es que la Justicia y el Gobierno han venido avanzando en el último tiempo sobre los responsables de haber usurpado terrenos fiscales, lo cual genera alguna expectativa de orden. Pero en medio de todo esto hay un dato que parece olvidado y que sí vale la pena rescatar en tiempos en los que El Mollar es noticia: este pueblo cobija, si no el mayor, uno de los principales tesoros arqueológicos del norte argentino: los menhires. Sin dudas, una paradoja que dice mucho sobre nuestra idiosincrasia.
La misma edad que Cristo
Su nombre proviene del celta y significa “piedras paradas”. Fueron esculpidas hace unos 2.000 años y a pesar de que han sobrevivido casi el mismo tiempo que el cristianismo, el periplo de su historia reciente es elocuente: la ignorancia, los caprichos, el oportunismo y las decisiones políticas han generado un daño irreversible en el patrimonio cultural tucumano.
Uno de los primeros en advertir su relevancia fue el ilustre naturalista Juan B. Ambrosetti (quien, entre otras cosas, descubrió el Pucará de Tilcara) en 1897. A partir de entonces, los arqueólogos empezaron a intentar descifrar sus significados y propósitos. Salvador Canals Frau los comparó con los famosos monumentos de la Isla de Pascua y Eduardo Barberián opinó que podrían haber estado vinculados con cultos funerarios.
El libro “Una historia de Tafí del Valle”, de Carlos Páez de la Torre (h) y de Pedro León Cornet, ofrece una síntesis interesante sobre lo que ocurrió con ellos durante el siglo XX, tiempo en que fueron zamarreados irresponsablemente.
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Tras el traslado del “menhir Ambrosetti” al parque 9 de Julio a instancias de Ernesto Padilla en los primeros años de la centuria, en la década de 1960 se ideó un parque arqueológico en la plaza de El Mollar y se llevaron hasta ese lugar algunos de los megalitos; el proyecto -¡cuándo no!- quedó inconcluso. Luego, en 1977, el gobierno militar de Antonio Domingo Bussi dispuso con más prepotencia que argumentos que todos fueran ubicados en una loma en el ingreso de la localidad. Así fue como los recolectaron sin miramientos, “de donde quiera que estuviesen, inclusive en terrenos privados”, cuentan los historiadores. Fue un traslado irracional y nocivo, porque no se dejó registro de sus ubicaciones originales y porque el sitio elegido los expuso a la humedad, a la lluvia, a los líquenes y a la depredación de los visitantes. En 2002 los cambiaron de lugar nuevamente, esta vez a un predio que se encuentra en el centro de El Mollar, donde permanecen hasta hoy.
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Una teoría sostiene que hace miles de años la dispersión de los menhires por el valle podría haber tenido sentidos rituales, como las famosísimas líneas de Nazca, en Perú. Si fue así, nunca lo sabremos.
Comparaciones incómodas
A pesar del valor arqueológico y del atractivo turístico que poseen los menhires, no hay señales en la villa (al menos visibles) que indiquen el camino para llegar al museo a cielo abierto en el que se encuentran y que depende del Ente de Cultura de la Provincia. Cabe destacar que al menos el césped está prolijamente cortado y que la atención es cordial. Pero no hay guías y los carteles explicativos reflejan el paso de los años y la intemperie. El paisaje imponente que se aprecia hacia el norte del valle es interrumpido por un escenario cuyo techo está deteriorado. Es evidente que no se lo usa ¿Entonces, por qué sigue allí? El año pasado se presentó un proyecto que propone convertir la plaza y el museo de los menhires en un parque turístico y cultural, pero de la obra aún no hay novedades. Las comparaciones siempre son incómodas, pero frente a este panorama cabe preguntarse qué hubiesen hecho en Salta, Mendoza o Córdoba con semejante tesoro.
Las zonas aledañas a este terreno no hacen más que confirmar lo que describimos en las primeras líneas de esta columna: las carpas de una feria en la que atrona la música son visibles desde el lugar en el que están los monumentos y más allá aparecen los juegos de un dudoso parque de diversiones. Es que El Mollar, que cobija estas piezas de enorme importancia en el patrimonio arqueológico americano, merece una reflexión.
A pesar de los esfuerzos que está haciendo el Gobierno por recuperar los terrenos usurpados en el perilago, todo parece indicar que la localidad es un caso casi perdido. Páez de la Torre y Cornet cuentan que alguna vez El Mollar fue una estancia de la familia Frías Silva. De la sala, que estaba ubicada frente a la actual plaza, no quedan rastros. A mediados de la década de 1960 la propiedad fue transferida al Estado, pero ya por entonces había comenzado a convertirse en una villa veraniega con un desordenado proceso de urbanización. El tiempo y la desidia sólo lograron profundizar el caos. Mientras tanto, los menhires siguen aguantando el paso del tiempo, como lo hicieron durante dos milenios ¿Seremos capaces de conservarlos?