La magdalena de Proust

En ocasión de desocupar la casa que era de mi abuela en Aguilares, me apersoné de inmediato para reclamar libros de filosofía bajo el sólido argumento de que era el único en la descendencia que había incursionado en la madre de las ciencias. Para los demás nietos y no dejaba ésto de ser un orgullo - me refiero a no ser parte del poco rentable universo de la filosofía. La abuela Julia A. era una de las primeras profesoras de Historia de la Universidad, con maestros de la talla de Eugenio Pucciarelli y Silvio Frondizi. Encontré en los estantes varios textos buenísimos. Pero me llamó la atención entre ellos, me refiero a en medio de ellos, perdido en el scrum de gordos lomos, un librito de poemas de Manuel Lizondo Borda llamado “El amor innumerable”. Mi cabeza cuadrada no era buena para la poesía. Menos cuando ví en la primera página una dedicatoria manuscrita: “A Julia A., su profesor y amigo, Manuel L.B. 22 de diciembre de 1942.”

Era un libro libro rústico con encuadernación cosida y papel de pulpa de madera envejecida.. Había sido leído y bien tratado por el hecho elemental de que varias páginas tenían terminación muy prolija con cuchillo de hojas. En esa época era común que vengan pegadas al menos un par de hojas de los libros y había un cuchillo especial sin festonear para separarlas. En El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, el personaje , un seductor vacío, delata su inconsistencia porque su enorme biblioteca estaba llena de libros con páginas sin despegar, es decir sin haber sido leídas.

Ante la dedicatoria, el nieto deconstruido que era desplazó rápidamente la injustificable idea de “andá a dedícarle poemas de amor a tu abuela”, que rondó por segundos mi cabeza. Eran muy lindos poemas, algo empalagosos para mi rústico sentido lírico. Llenos de perfumes y aromas, yo buscaba ideas inodoras por así decirlo. Pero una metáfora se me quedó pegada “ el perfume/ amor de planta “ y transformó la situación..

La filosofía de mi cabeza cuadrada esquivaba la poesía y el olfato, pensé. Pero justo en ese momento ocurrió algo imparable. Ahí, en el escritorio de la casa de la abuela, cerré los ojos y sentí esa mezcla de libros y cortinas, misma de cuando era niño. Afuera -y adentro a la vez, en mi nariz y en mi cabeza-, el perfume dulce del jazmín paraguayo del jardín, amigo a la distancia del jazmín del cabo de la Porota vecina de la cuadra. También estaba la frescura del aliento verde de la costilla de adán recién regada y la fragancia seca del maíz del gallinero de la Piruca. Todo esto se me venía encima sin que pudiera hacer nada. Yo venía por ideas, argumentos: Pucciarelli, García Morente, las jerarquías del ser y de la eternidad pero resulta que me encuentro poemas y este listado de apodos y patios que no podía resistir. Pensé que la filosofía había sido injusta con la nariz, que los poemas han entendido mejor que cualquier filósofo la importancia de este sentido.. Cuando hablamos no pocas veces destacamos el olfato por encima de cualquier visión ¿acaso oler algo no es el germen de un eureka? ¿No es una expresión como “algo está podrido en Dinamarca “ la anticipación más perfecta de una tragedia total?

No era yo el único ni el más célebre desagradecido con los olores. Kant lo trata muy mal «El olfato es como un gusto a distancia, que obliga a los demás a gozar también, quiéralo o no, por lo cual este sentido es, como contrario a la libertad, menos sociable que el gusto, con el que, entre muchas fuentes o botellas, puede el comensal elegir una de su agrado, sin obligar a los demás a gustar también de ella». A Kant le molesta que el olfato no se elige, es a la vez efímero e inesquivable. Es como un alimento compulsivo. Lo comprendo: Kant, lector absoluto, quiere que la vida sea como una biblioteca y poder abrir el tomo que quiera cuando lo desee, y cerrarlo también.

Marcel Proust en su libro “El tiempo perdido “ describe con tanta precisión ese ser raptado por un olor que está reunido a un recuerdo que en las ciencias cognitivas hablan de “el efecto de la magdalena de Proust”. El famoso momento de la película de Disney “Ratatouille” cuando el crítico siente que es llevado a su infancia por un pastel tan exquisito como típico y sencillo es una versión contemporánea del fenómeno. En El tiempo perdido, el personaje de Proust es transportado, como el degustador de la película de Disney, a un momento de felicidad pretérito a partir del olor de una magdalena, una alegría que “unida al sabor del té y del bollo… hace que el alma se siente superada por sí misma”. A veces uno busca ideas puras pero recibe otra cosa mejor. Así me pasó esa vez que buscaba conceptos y argumentos pero me encontró un libro de poesía lleno de aromas y recuerdos en la biblioteca de mi abuela, doña Julia Azucena.

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