
En el barrio El Chivero, en Villa Urquiza, todos conocen a “Pilo”. No hace falta aclarar su nombre real porque nadie lo llama así. “No sé por qué me dicen ‘Pilo’. Desde chico me llaman así”, cuenta con una sonrisa. A los 30 años, Juan Carabajal reparte su tiempo entre el fútbol y un oficio que lleva en la sangre: la fabricación y venta de plumeros.
El fútbol no fue su primer amor. De niño, practicaba taekwondo con disciplina, hasta que el profesor se mudó y dejó de enseñar. Entonces, entre los partidos en el barrio y las horas aprendiendo a fabricar plumeros con su padre, un amigo lo llevó a San José y le aseguró que tenía condiciones para jugar en un club. “Tenía 17 años. Jugué dos partidos en reserva y de ahí me subieron a Primera”, recuerda.
Desde 2017, viste la camiseta de All Boys, equipo de la Liga Tucumana. Juega de defensor, aunque alguna vez le tocó ser volante por necesidad. “Físicamente siempre estuve entrenado. Solo faltaba adaptarme a lo que pedía el entrenador”, dice con naturalidad. Pero vivir del fútbol en Tucumán es una quimera. “Es imposible. Creo que nadie puede. Todos mis compañeros trabajan sí o sí; si no, no alcanza”, admite.

El oficio de la pluma
A los ocho años, mientras otros chicos jugaban sin preocupaciones, “Pilo” aprendía a separar plumas para hacer plumeros. Su padre, vendedor ambulante, recorría todo el norte del país con su mercadería. “Cuando terminaban las clases en diciembre, me llevaba de viaje con él y vendíamos juntos. Era como una tradición”, cuenta.
El aprendizaje fue empírico. Primero compraron los plumeros en Santiago del Estero, hasta que un artesano les enseñó a armarlos. “Lo primero que se aprende es a separar la pluma. Tiene que ser suave, firme. Hay plumas nacionales y africanas; estas últimas son más caras porque son importadas”, explica con la precisión de quien conoce cada detalle de su oficio.

Hoy trabaja por cuenta propia después de años de vender para otros. “Para abaratar costos, fui averiguando hasta que conseguí un proveedor de plumas y comencé a fabricar mis propios plumeros”, dice con orgullo. Sale a vender por toda la provincia: Concepción, Aguilares, Alberdi, Monteros. No tiene un local fijo; recorre calles y plazas, con la incertidumbre de depender del clima y de la suerte del día.
A los 30 años, su rutina está marcada por la organización. Vive con su mujer y su hijo de cinco años y, entre las responsabilidades familiares, el fútbol y la venta de plumeros, su agenda está siempre llena. “Los lunes llevo a mi hijo al jardín, después me pongo a seleccionar plumas. Los miércoles, mi señora se encarga de él y yo salgo a vender. Los sábados vendo todo el día porque ella se queda en casa con nuestro hijo”, explica.
A pesar de que con los plumeros gana más dinero que jugando al fútbol, sigue aferrado al deporte. “Muchas veces pensé en dejar, pero el año pasado ascendimos y quiero darme el gusto de jugar en Primera”, confiesa. Su entorno lo impulsa. “Mi familia siempre me apoyó. El hermano de mi mujer también jugó al fútbol; ascendió conmigo en All Boys”, cuenta.
Creció en una casa con diez hermanos. “Mi viejo era el único que mantenía el hogar. A veces lo ayudábamos viajando con él”, recuerda. Hubo momentos difíciles. “Cuando éramos chicos, muchas veces no había para comer e íbamos a los merenderos y comedores”, dice, sin dramatismo, pero con la memoria intacta.
El barrio donde creció siempre estuvo rodeado de tentaciones peligrosas. “Siempre hubo droga, alcohol. Pero yo nunca probé nada, gracias a Dios”, afirma. Lo vio de cerca en su propia familia. “Mi hermano mayor cayó en eso y yo decía que no quería esa vida para mí. Veía cómo le hacía mal a él y a toda la familia”, confiesa.

A pesar de haber dejado la escuela en tercer año de secundaria, nunca se arrepintió. “Me hubiese gustado seguir, pero a la vez no me pesa. A esta edad ya no la terminaría”, dice con sinceridad. Prefirió trabajar y ayudar en su casa. Con el tiempo, pudo construir su propio hogar. “Fue hermoso”, recuerda. “Trabajaba a la mañana con los plumeros, entrenaba a la tarde y, de noche, levantaba la casa.” Aún no la terminó, pero sigue en ese camino. “Ya compré los pisos, me falta el cerámico para el baño y revocar”, cuenta con entusiasmo.
Cuando se le pregunta qué lo hace sentir más orgulloso, su respuesta es contundente. “Veo chicos de mi edad que no pudieron salir de la droga, de ningún vicio, y me siento orgulloso de haber logrado todo sin caer en eso”, dice.
Su sueño es simple, pero enorme: “Terminar mi casa y progresar con mi negocio”. En su voz no hay queja ni resignación, solo la certeza de que el esfuerzo y la constancia lo llevarán, una vez más, a conseguir lo que se proponga. (Producción periodística: Sofía Lucena y Benjamín Papaterra)