

Hagamos un ejercicio: juguemos a imaginar qué forma tendría la ciudad si fuese un ser vivo. Algunos tal vez dirán que se parece a un elefante, por lo lenta y pesada. Otros, influenciados por los basurales, la definirán como la reina de un chiquero. Y no faltarán aquellos que la pensarán como un cisne, un perro, un gato o lo que fuera. Las opciones y las razones para hacerlo son innumerables y dependen de la imaginación de cada uno. Pero acá nos volcamos por visualizarla como una especie de medusa, blanda, gelatinosa, de movimientos lentos, pero impredecibles. Y con tentáculos que pueden sorprender a los desprevenidos. Es que, si forzamos aún más la imaginación, podremos advertir que, de algún modo, la ciudad se comporta como si tuviera vida propia. Y eso se expresa de muchas maneras: hay zonas que, de golpe, cobran un ritmo inusitado mientras que otras se apagan. Muchos argumentarán -y con razón- que eso ocurre en todas las metrópolis. La particularidad de Tucumán es que su transformación es mucho más rápida que la respuesta que debe dar el Estado en infraestructura, servicios, seguridad y un largo etcétera. Es decir, los ciudadanos, sus necesidades y urgencias van muy por delante del modo en el que reaccionan los gobiernos. Y hablamos en plural, porque al Gran San Miguel de Tucumán hay que pensarlo como una sola ciudad y no como una suma de administraciones políticas. De algún modo, por haber enfrentado los desafíos urbanos con esta última lógica es que estamos como estamos y vivimos como vivimos.
Si miramos el área metropolitana seguramente encontraremos numerosos puntos que se ajustan a lo descrito más arriba. Pero vamos a poner el foco en una zona que concentra varios problemas. La Francisco de Aguirre se ha convertido en una especie de válvula a través de la cual se canaliza buena parte del tránsito que intenta desplazarse en el eje este-oeste y viceversa, posiblemente el más congestionado de la ciudad, porque comunica Yerba Buena con la capital, con Banda del Río Salí y con Alderetes. Como no existe una autopista que permita circunvalar la ciudad completa (lo que hoy conocemos con ese nombre es una autovía asfixiada por el crecimiento urbano que apenas rodea el este de la capital), quien quiera ir de un punto al otro se encuentra frente a una disyuntiva: o se zambulle en el embudo de las calles que lo conducen indefectiblemente al colapso del centro o busca alternativas. Aquí aparece la Francisco de Aguirre, que hasta hace unos pocos años era casi marginal, pero que hoy es la elegida por muchos habitantes de Yerba Buena y de Tafí Viejo que deben ir a trabajar o a hacer trámites al centro, porque les permite conectar con calles como Maipú, 25 de Mayo y Rivadavia de manera ágil -aunque no por esto segura. Y por muchos otros conductores que prefieren volcarse hacia ella para ir desde la zona este hacia el pie del cerro. Al mismo tiempo, este camino forma parte de un ecosistema más complejo, que luce colapsado, pero que ayuda a resolver un inconveniente cada vez más grande en la vida moderna: la falta de tiempo.
Prioridades disociadas
Por el estado de la calzada, a la Francisco de Aguirre se la puede dividir en tramos: en su extremo oeste, el pavimento es correcto. Pero el primer complejo de semáforos aparece en el cruce con Viamonte. Cabe destacar que fue instalado hace algunos meses por la Municipalidad capitalina, pero otros cruces tan transitados como la de Las Américas no cuentan con ningún tipo de control más que la prudencia de los propios conductores. Entre Ejército del Norte y República del Líbano (donde se encuentran los siguientes semáforos), el asfalto empieza a deteriorarse. De ahí hasta Juan B. Justo la decrepitud se acrecienta.
La cuestión de las pérdidas de agua, sea potable o cloacal, resulta clave, porque posee dos derivaciones: por un lado, es evidente que para los ciudadanos el área ha cobrado centralidad, pero el Estado (en este caso, la SAT) parece no haberla ubicado entre sus prioridades. Por el otro, irrita advertir que en entornos de alta fragilidad social, como el de la Francisco de Aguirre, ni siquiera seamos capaces de evitarles a esos vecinos la desdicha de convivir con la contaminación de las cloacas, manifestación física de la infamia.
Fogwill y los taxistas
En el cuento “Dos hilitos de sangre”, Fogwill pone el foco de tensión en las nucas sangrantes de dos taxistas como excusa para reflexionar sobre la deshumanización y el automatismo de la vida urbana. Concentrarnos únicamente en el estado de la avenida equivale a quedarnos en la superficie o, en prosa de Fogwill, en los hilitos de sangre.
En la Secretaría de Obras Públicas de la capital adelantan que van a continuar con las mejoras en el pavimento. De hecho, tienen previsto intervenir el tramo que va de Ejército a Siria, como ya lo hicieron con el que se encuentra entre Las América y Ejército. Y eso está bien. Pero da la sensación de que no alcanza.
La Francisco de Aguirre opera como la expresión de algo mucho más relevante: es otra manifestación -junto con las inundaciones o la superposición de tarjetas para viajar en colectivos, por ejemplo- de una disociación entre el modo en el que los vecinos entienden el área metropolitana y la forma en que administra cada municipio sus respectivos territorios bajo el radar del Gobierno provincial. Si bien esta avenida se encuentra dentro del éjido de la capital, constituye una especie de zona fronteriza en la que tallan también Tafí Viejo, Yerba Buena, la Dirección Provincial del Agua (a pocos metros corre el Canal Norte, que está cerca de cumplir 100 años) y otras reparticiones provinciales. Es algo parecido al Camino del Perú aunque no tan extremo. La duda es si estamos a tiempo de evitar que alcance semejante punto de degradación.
Tal vez, la concreción de la avenida de Circunvalación Oeste, varias veces anunciada por el Gobierno provincial, salve a la Francisco de Aguirre de ese destino aciago. Pero aún luce lejana. Recién parece estar empezando a abrirse el brevísimo y demorado tramo entre el final de la Fanzolato, en Yerba Buena, con el Camino del Perú. En ese contexto cuesta pensar que las expropiaciones, los acuerdos y las obras que requiere el proyecto final vayan a fluir con cierta celeridad.
Si seguimos discurriendo por esta línea van a surgir más preguntas. Por ejemplo: si San Miguel de Tucumán está rodeada por canales al norte, al oeste y al sur, y por el río Salí al este ¿no están faltando puentes que la comuniquen con Yerba Buena, Las Talitas, Alderetes y Banda del Río Salí, por ejemplo? (En la intendencia capitalina creen que habría que construir cerca de una decena para desactivar los cuellos de botella que hoy existen.) ¿Pero cómo se hace para sentar a todos los actores alrededor de una misma mesa y lograr consensos? ¿A qué se le debería dar prioridad? ¿A mejorar el sistema de canales para evitar inundaciones (el actual fue pensado para el Tucumán de la década del 60, tal como reveló Álvaro Medina en “Panorama Tucumano” este martes)?, ¿a construir una enorme Circunvalación que nos permita rodear la urbe en minutos y descongestionar calles y avenidas centrales?, ¿A poner en marcha un sistema de transporte eficiente? ¿Quién debe tomar la iniciativa: los intendentes o el Gobierno provincial? ¿Existe realmente la intención de hacerlo?
No hay que olvidar que en medio de todo esto están los ciudadanos, que con sus impuestos pagan salarios y dietas a funcionarios, concejales y legisladores. No vaya a ser que, al momento de ir a las urnas, actúen como el pasajero de Fogwill, que se termina bajando y deja al taxista hablando solo.