Desde los colores de los primeros juguetes hasta los elogios por su comportamiento, desde muy temprano niños y niñas incorporan comportamientos que se esperan de ellos según su sexo biológico. También incorporan, desde muy temprano, lo que se espera de ellos según su género. La socialización primaria —ese conjunto de estímulos que moldea desde la cuna— sigue siendo un terreno fértil para los estereotipos. Pero ¿qué es lo que realmente influye en el desarrollo de las habilidades cognitivas y socioemocionales? ¿Es biología o es cultura?
“La primera diferencia que hay que hacer es entre sexo biológico y género. El sexo es con lo que nacemos: femenino, masculino o intersex. El género, en cambio, es una construcción social, y cambia con el tiempo”, advierte Cecilia Calero, investigadora del Conicet. Desde esa premisa, explica que no hay diferencias cognitivas significativas entre cerebros femeninos y masculinos. “Lo que sabemos hoy es que los cerebros no se comportan distinto. Si a un cerebro se le enseña mucha matemática, va a ser bueno en matemática. Si no se le enseña, no lo va a ser. Es 100% aprendido”, explica Calero. Desde esa mirada, la construcción social del género tiene más peso que la biología en el desarrollo de habilidades cognitivas y socioemocionales.
Otras perspectivas, sin embargo, reconocen algunas particularidades estructurales. La psicopedagoga Natalia Jiménez señala que desde antes del nacimiento pueden observarse diferencias en la proporción de materia gris y blanca: “Las mujeres tienen mayor materia gris, relacionada con la memoria y las emociones. Los hombres, mayor materia blanca, vinculada con los sentidos y el movimiento. Esto no significa que un cerebro sea mejor que otro, sino que hablamos de diversidad cognitiva.”, aclara.
El entorno
Más allá de la anatomía cerebral, ambas especialistas coinciden en que el entorno es determinante. Las experiencias de crianza, los juegos, los comentarios cotidianos y las expectativas de adultos cercanos modelan el comportamiento desde la infancia. “Que a las niñas se les fomente más el cuidado o la empatía, y a los niños la lógica, no modifica la estructura cerebral, pero sí tiene un impacto social y emocional”, sostiene Jiménez.
En ese proceso, cada estímulo deja una huella. “Cuando criás de manera diferenciada en función del género, empezás a limitar las capacidades de esa persona”, advierte Calero. Las etiquetas como “no sos buena en matemática” o “no sabés expresar lo que sentís” condicionan no solo el presente, sino el futuro académico, emocional y laboral. Según la investigadora, estas diferencias no son naturales, sino inducidas: “A las niñas las hacemos hablar más, por eso después hablan más. Es totalmente aprendido”.
El peso de los estereotipos también se manifiesta en los juegos. Mientras ellas juegan a ser madres y ellos a ser héroes, se traza una línea invisible que organiza el mundo de forma rígida. No hay nada malo en esos juegos por sí mismos, pero cuando se repiten sin alternativas, cuando no se combinan, terminan funcionando como un límite. Las consecuencias, aseguran las especialistas, son profundas: impactan en los vínculos, en las elecciones profesionales y en la forma de habitar el propio cuerpo. Nos formamos con esas creencias, y eso restringe lo que creemos posible para nosotros mismos”, plantea Calero. “El cerebro es especialmente permeable durante la infancia y la adolescencia. Es ahí donde podemos intervenir para romper los mandatos que limitan”, dice Jiménez.
Entender que las diferencias cerebrales son sutiles y que el desarrollo es moldeable puede ser el primer paso para una crianza más libre. La neurociencia, en ese sentido, no solo ayuda a explicar, sino también a desarmar prejuicios.























