TÉCNICO LUTHIER. Daniel Ledesma estudia en la Facultad de Artes.
Daniel Ledesma, de 32 años, integra la tercera generación familiar dedicada a los pianos, una tradición que se proyecta a la siguiente.
Es técnico luthier; se formó en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT) y ahora estudia la licenciatura en Luthería dentro de la Facultad de Artes. Su especialidad no es tanto el sonido que emite sino el cuerpo del instrumento: las partes invisibles que sostienen todo. Recuperarlo, entonces, es lograr que vuelva a tener un alma sonora para compartir.
“Si un piano llega desarmado, lo puedo reconstruir. Lleva tiempo: a veces una semana, a veces un mes”, aclara. Su abuelo fue lustrador de guitarras en Uruguay. Le enseñó técnicas que ya casi no se usan, como la goma laca con muñeca. “Las herramientas que tenía están acá y las usamos. Son de otra época. También hice una monografía sobre su vida. Falleció a los 102 años, fue mi gran maestro”, reconoce.
En 2020, decidieron dividir el taller en dos áreas: una laboral y otra estética. “Una profesora nos preguntó si podía usar el lugar para una audición. Le gustaba el clima. Después de esa experiencia, empezaron a alquilarlo más”, recuerda.
Hoy la sala está acondicionada para albergar unas 50 personas. En ese espacio se hacen ensayos, se ofrecen conciertos y se dictan talleres. Noélida, la hija mayor de Oscar Ledesma (quien a los 80 años aún recuerda cuando recorría el país con su padre hasta afincarse en Tucumán), da clases de música para bebés. Con esos cambios, el taller se volvió un espacio cultural vivo.
Oscar guarda con especial cariño un piano rectangular Hallett y Cumston de 1840, restaurado con su padre hace más de 20 años.
“Lo encontramos en Termas del Río Hondo, en un gallinero del campo. Estaba lleno de nidos, con gallinas arriba, casi enterrado. Pero cuando lo vi, me volví loco. Es una joya. Lo restauramos y hoy está perfecto, afinado para interpretar música antigua. Siempre lo ofrecemos a la comunidad, por si alguien quiere venir a tocarlo”, cuenta.
Bolsas de arpillera
También recuerda con humor el día que un hombre le llevó un piano con las piezas guardadas en seis bolsas de arpillera. “Lo había desarmado solo, pensando que iba a poder arreglarlo. Me preguntó: ‘¿Usted sabe armar un piano?’. Le dije que sí. Y lo armé”, afirma orgulloso.
Entre tantos pianos, hay uno que el patriarca no vendería jamás: un Foster vertical alemán, de 1945 aproximadamente. “Tiene un sonido muy especial. Es el piano que más quiero. Ese queda para mis hijos. Es mi mejor herencia”, confiesa.
Hoy lo acompaña en el taller su nieto Felipe, que tiene 11 años. “Está estudiando en el Liceo. Le gusta lo militar, pero quién sabe… tal vez siga la dinastía”, se ilusiona.
Tiene cinco nietos, y a todos los ve crecer desde el mismo lugar junto con su esposa, Tula Durand López, que es parte del día a día. “Si el taller hablara, diría tantas cosas… Empezó como un simple lugar de trabajo, y con el tiempo se fue transformando, gracias a la inquietud de Luis, que quiso abrirlo a la comunidad. Yo le dije: ‘Hijo, hacelo’. Todo el crecimiento es gracias a ellos. Yo ahora los ayudo. Antes era al revés”, admite.
Oscar nunca fue pianista, y sus hijos tampoco lo son. “No es necesario tocar el piano para afinarlo. Mi padre tampoco lo tocaba. Muchos afinadores no son músicos, y trabajan muy bien igual. Lo importante es el oído, la técnica y el modo de trabajar”, explica.
Sin embargo, las teclas lo seducen en privado. “Yo toco un poquito, por atrevido, para probar cómo suena cuando termino. Mis hijos también. Pero lo que importa no es la ejecución, sino la transmisión de un oficio que se hace con paciencia, con manos… y con amor”, remarca.
Luis cierra la escena con una imagen simple y contundente: “La gratitud es lo más importante. Este lugar empezó como un tinglado. Y ver cómo crece, cómo mi hermano transforma la luthería, cómo se multiplica lo que hacemos… es todo un logro”.






















