En tiempos de inteligencia artificial, en Tucumán todavía nos acorrala el fuego

La atmósfera de la provincia es la más contaminada de la región. Culpar únicamente a los cañeros es subestimar a la sociedad.

En tiempos de inteligencia artificial, en Tucumán todavía nos acorrala el fuego La Gaceta / foto de Diego Aráoz

En Tucumán respiramos veneno. Pero en la continuidad invariable de los años comarcanos, en los que todo o mucho parece repetirse sin solución de continuidad, hasta lo vital se vuelve dramático. El humo de los inviernos y de las primaveras es impertinente: sus toxinas viajan de los pulmones al torrente sanguíneo y desde ahí, a los órganos. Nos enferma sin que nos demos cuenta.

La atmósfera tucumana es la más contaminada del norte argentino que es, a su vez, una de las regiones más contaminadas de Sudamérica. Un lauro de dudosa reputación y de consecuencias trágicas: las partículas microscópicas de cenizas que flotan en el aire tras un incendio tienen el potencial de disminuir un promedio de dos años la esperanza de vida de aquel que las respira con frecuencia. Algo que en Tucumán nos ocurre a todos, todos los años al menos durante cinco meses, de mayo a septiembre (la lluvia de maloja que cayó el lunes por la tarde en Yerba Buena opera como un ejemplo oportuno). Es incluso peor que el humo del tabaco.

En esta repetitiva realidad de todos los inviernos, la advertencia que baja desde el Gobierno suele ser la misma: se aplicarán castigos duros a aquellos que sean descubiertos mientras prenden fuego en campos, en fincas, en basurales, en banquinas o en pastizales. Evidentemente los castigos no son tan duros o los controles no son tan estrictos. Porque nada indica que la situación mejore significativamente de un año a otro. Además, la costumbre inveterada de culpar a los productores de caña es subestimar la inteligencia de la sociedad. La complejidad del problema evidencia que la responsabilidad excede largamente a un sector productivo al que, en realidad, el fuego le representa un problema grave y no una herramienta de cosecha, como erróneamente se cree en determinados sectores. Entonces surgen dudas: ¿no es hora de pensar vías alternativas a la amenaza de sanción para abordar este problema? ¿Cómo puede ser que en un momento de la historia en el que el clima y la contaminación ocupan buena parte de los debates globales en Tucumán convivamos con semejante situación? ¿Por qué mientras el mundo se mueve a la velocidad de la inteligencia artificial aquí es el fuego el que nos marca los tiempos? Algo hay que urdir. Y urgente. Porque, tal como plantearon Carolina Servetto y Álvaro Medina en una muy recomendable investigación publicada en LA GACETA el 2 de julio, lo único que no podemos dejar de hacer es respirar.

A merced de los elementos

Si seguimos esa línea, podemos decir que en pleno siglo XXI, son los elementos naturales los que condicionan la vida Tucumán, como si estuviésemos, por ejemplo, en los tiempos de la colonia o incluso antes. En invierno aparecen el fuego y el humo. En el verano y en buena parte del otoño es el agua la que nos acorrala. Es que todo parece atrasar: la infraestructura más moderna que debe protegernos -infructuosamente, claro- de las inundaciones en el área metropolitana fue pensada para la década del 60. Es decir, para una ciudad (entendida como la capital y los municipios que la rodean) muy diferente a la actual.

Frente a este panorama de decrepitud resulta lógico que cualquier tormenta pasajera derive en un drama. Por eso, muchos se preguntan: ¿qué se hizo en los últimos 40 o 50 años para revertir la situación? No demasiado. En Yerba Buena se construyeron canales, como el San Luis, y lagunas de laminación en el límite con El Manantial. En el resto del Gran Tucumán no tienen demasiado que mostrar al respecto. Lo que sí hubo fueron diagnósticos, estudios y planes pensados y desarrollados por especialistas de la UNT, entre otros organismos de gran prestigio, con instrucciones claras sobre lo que debe hacerse para lograr que el agua y las tormentas deje de ser un problema. Pero nunca salieron de los escritorios.

Ahora, en el Municipio de San Miguel de Tucumán anunciaron la construcción de dos colectores para evitar inundaciones en los extremos norte y sur de la ciudad. Acá hay algo novedoso: estos designios surgen de un diagnóstico elaborado en el marco de un plan de contingencia para evitar las inundaciones. Pero atención: de la explicitación de estas ideas a su concreción hay un largo trecho. Además, al igual que el canal San Luis de Yerba Buena, se trata de soluciones puntuales importantes, pero que no resuelven el problema de fondo. Hace falta una visión metropolitana y un trabajo articulado entre los municipios (especialmente los del oeste) y la Provincia para terminar con las inundaciones. Porque el agua estival no conoce de divisiones administrativas. Y de eso, por lo menos hasta ahora, no hay novedades.

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