Cuando Alberto Miguel Yraidini nació, en 1986 pesaba apenas 700 gramos. Prematuro de cinco meses, pasó tres meses en incubadora, tuvo un paro cardíaco y dos apneas respiratorias. La vida le dejó marcas: “Retinopatía de prematuro bilateral y hemiparesia en el lado derecho”, cuenta su madre Mabel Luna Cuevas. Para conocerlo y ayudarlo, ella tuvo que aprender a mirar el mundo desde otro lugar. “Me enseñaba con sus preguntas, con su curiosidad. Yo le mostraba el mundo con palabras, con detalles, con el tacto”. Y fueron los sonidos los que guiaron. “La voz, la risa, el llanto, la música, el canto … ahí estaban sus maestros”.
Alberto comenzó a cantar a los tres años. En la escuela formó parte del coro de niños. Más tarde, esperó el cambio de voz y volvió al canto como tenor. En 2014, ingresó al Conservatorio Provincial de Música. Ahí empezó su camino formal, pero también un encuentro más profundo con lo que siempre había sentido.
“La música siempre fue mi lugar. Sentía que podía usarla como herramienta para estudiar, para ayudar, para acompañar a otros. Siempre entendí que Dios me dio este don para servir”, dice Alberto. Para Mabel, el Conservatorio es mucho más que una institución. “Se convirtió en nuestro segundo hogar”, afirma. Habla de la contención que recibieron desde el primer día: porteros, docentes, directivos. “Siempre valoraron el esfuerzo de este jovencito que sólo puede mover y usar su mano izquierda”.
Hubo encuentros que marcaron su historia: la profesora de piano Eliana Juárez, que tocaba melodías mientras él buscaba los acordes; y sobre todo la profesora Silvia Mehler, ciega, quien le enseñó la musicografía en braille. “Aprendí a disfrutar la lectura y la escritura en braille. Lo que tanto amaba escuchar, pude aprender a leerlo y escribirlo. Eso fue un desafío enorme y una alegría inmensa”. En 2023 se recibió de Intérprete en canto. Hoy continúa estudiando el Profesorado en Música y Canto, guiado por su maestra, María Silvia Soria. “Quiero enseñar tanto a personas con visión como a quienes no la tienen. Quiero transmitir con el corazón”, dice.
Mabel, mientras tanto, también se formó. Aprendió braille, se convirtió en dactilógrafa, transcribe textos y partituras. “Entendí que todo tiene propósito. Si mi hijo nunca se rindió, yo tampoco. Mi mensaje para otras familias es que acompañen el sueño de sus hijos. La música sana, prepara y enseña a honrar la vida”. Mientras tanto, Alberto, que escucha el mundo con una profundidad que otros no imaginan, lo resume así: “La música me permitió seguir. Me enseñó a amar, a agradecer, a compartir. Yo solo quiero que lo que canto llegue al corazón de los demás”.























