Las galletas tienen una historia fascinante. Antes de que ninguna de ellas fuera humillada con el término cookie tuvieron una vida heroica. Nacieron para viajar. De ahí que la madre de todas sea la marinera: alimento de soldados, marineros, exploradores y peregrinos. Mucho antes de las cafeterías cursis con frases que confunden la noción de existencia con mandarse un muffin del tipo “si el pasado ya pasó y el futuro todavía no es, es el momento de una dona de pistacho”, las galletas fueron pensadas para durar, no para gustar. Fueron tecnología de supervivencia. Hoy, curiosamente, parece insinuarse un regreso al no-gusto con los panes costra-de-masa-madre y las semoladas-milanesa-de-chía. Surgen en Roma como Panis Nauticus que junto al Panis Militaris conquistaron el mundo conocido.
Egipcios y griegos ya horneaban panes secos que podían resistir semanas sin echarse a perder. Los romanos los llevaban a campaña como parte de la ración diaria. En la Edad Media aparece la galleta “náutica”: un bloque casi indestructible que acompañó a los navegantes durante meses. Eran duras hasta la violencia y solo se volvían comestibles cuando se las remojaba en caldo, vino o agua. Hoy, en cambio, a las tostadas de pan integral o masa madre (pobre mi madre querida, cuántos disgustos le daba…) les ponen dos huevos, palta y, en algunas versiones, queso blanco y chucrut para que tengan gusto.
Un tema importante es la galletita de cortesía, pequeño subsidio emocional de las cafeterías actuales que hoy está en peligro. Sabemos que es residuo de cocina: por eso se sirven dados de panettone de enero a marzo y, si sobrara, tendríamos Navidad todo el año en lo que a galletitas respecta. Por eso es un error no comerla: el riesgo de que vuelva a la mesa es alto. Se recomienda darle para que haya rotación y no panettone eterno.
El asunto es que no se la puede pedir. Hay de todo para conseguirla: los que llaman al mozo en voz baja para que les traigan otra (los delata el la seña del circulito con los dedos), los que practican el pillaje ajeno, los que ensayan argumentos lastimosos para que el otro convide, con generosidad teatral. Como no se pide, tampoco se puede reprochar su ausencia, cada vez más frecuente. Y no lo digo en tanto consumidor: lo digo como señal de alerta.
Edward Gibbon mostró en su monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio romano que los imperios no caen por un estallido único. La ciudad a la que llevaban todos los caminos ya acusaba improlijidades y mezquindades: cloacas saturadas, edificios descuidados, mercados caóticos, menos inversión cívica, menos obras, ricos encerrados en sus villas, más desigualdad. Me imagino a Gibbon leyendo la reducción (cuando no la desaparición) de este guiño de cordialidad panadera, al tiempo que prospera la lujuria de los tostones con chucrut, como una señal pequeña, pero perfectamente inquietante.























