Por Tomás Gray
09 Noviembre 2011
Era chico, tenía 11 años, y recuerdo que no quería perderme la visita del gran Bobby Fischer. Por ese entonces ya me gustaba el ajedrez y jugaba en torneos individuales y por equipo, en la segunda del club Banco Provincia.
Durante los días previos ya se hablaba en casa con ansiedad de la presencia del gran maestro estadounidense. Mi papá, Tomacho Gray, era uno de los 20 protagonistas que debía enfrentar a Fischer. Cómo no estar presente. Con mi mamá, Aída, fuimos esa noche al Club Caja Popular. Había muchísima gente en las tribunas y muchos que caminaban para ver de cerca a Fischer y seguir las distintas partidas. Además del juego, lo que más me llamó la atención, recuerdo, eran sus grandes manos, su altura (claro, yo era un enano), y su gran tranquilidad para moverse de tablero a tablero y para realizar cada jugada. Creo que el único momento que le vi hacer un gesto raro y poner mala cara fue cuando perdió con José Rubinstein. Cuando lo hizo ante Iván Rodríguez no recuerdo, creo que me perdí ese momento. Esa noche todos hablaban de la visita de Fischer y de los dos tucumanos habían logrado vencer al gran maestro, que al año siguiente se consagraría campeón del mundo. José Pereyra, en tanto, había logrado hacer tablas. Recuerdo que mi padre le dio una dura batalla y fue uno de los que estuvo más tiempo enfrentando a Fischer. Finalmente cayó en la jugada 64. Hoy me queda de recuerdo esa partida (aún la conservo), la que hice varias veces. Mi padre, que jugaba con negras, la llevaba bien, al menos hasta la jugada 40, y parecía que se encaminaba a un buen final. Sin embargo, Fischer, cuando ya quedaban menos de 10 tableros, jugó mejor y terminó ganando.
Recuerdo el saludo de Fischer a mi padre y que en ese momento no me importó que haya perdido, sólo sentí el orgullo de que le haya brindado una buena lucha a Fischer, el hombre del que todos hablaban y elogiaban. Fue uno de los últimos en terminar su partida. Los héroes de esa noche habían sido Rubinstein y Rodríguez. Para mí lo había sido mi padre.
Durante los días previos ya se hablaba en casa con ansiedad de la presencia del gran maestro estadounidense. Mi papá, Tomacho Gray, era uno de los 20 protagonistas que debía enfrentar a Fischer. Cómo no estar presente. Con mi mamá, Aída, fuimos esa noche al Club Caja Popular. Había muchísima gente en las tribunas y muchos que caminaban para ver de cerca a Fischer y seguir las distintas partidas. Además del juego, lo que más me llamó la atención, recuerdo, eran sus grandes manos, su altura (claro, yo era un enano), y su gran tranquilidad para moverse de tablero a tablero y para realizar cada jugada. Creo que el único momento que le vi hacer un gesto raro y poner mala cara fue cuando perdió con José Rubinstein. Cuando lo hizo ante Iván Rodríguez no recuerdo, creo que me perdí ese momento. Esa noche todos hablaban de la visita de Fischer y de los dos tucumanos habían logrado vencer al gran maestro, que al año siguiente se consagraría campeón del mundo. José Pereyra, en tanto, había logrado hacer tablas. Recuerdo que mi padre le dio una dura batalla y fue uno de los que estuvo más tiempo enfrentando a Fischer. Finalmente cayó en la jugada 64. Hoy me queda de recuerdo esa partida (aún la conservo), la que hice varias veces. Mi padre, que jugaba con negras, la llevaba bien, al menos hasta la jugada 40, y parecía que se encaminaba a un buen final. Sin embargo, Fischer, cuando ya quedaban menos de 10 tableros, jugó mejor y terminó ganando.
Recuerdo el saludo de Fischer a mi padre y que en ese momento no me importó que haya perdido, sólo sentí el orgullo de que le haya brindado una buena lucha a Fischer, el hombre del que todos hablaban y elogiaban. Fue uno de los últimos en terminar su partida. Los héroes de esa noche habían sido Rubinstein y Rodríguez. Para mí lo había sido mi padre.
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