Por Álvaro José Aurane
21 Abril 2013
"Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué?". Hannah Arendt (1906-1975).
El latinazgo reza Fiat iustitia, et pereat mundus. Es decir, Que se haga justicia y desaparezca el mundo. Hannah Arendt, que atribuye ese adagio latino a Fernando I (sucesor de Carlos V), lo evoca en su ensayo Verdad y política. Y en un contexto revelador.
"¿Se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Inmanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras llanas: 'la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia'». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas»", dice la filósofa política alemana.
La verdad no goza de idéntica consideración. "Resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos política", sostiene la pensadora.
La prefiguración de esta suerte de verdad impotente en la política tiene cara conocida para los argentinos. Pero no en el formato de la promesa electoral incumplida, sino de la mentira descarada. El ex presidente Carlos Menem se autoerigió como todo un referente del pasado cercano cuando declaró: "si hubiera dicho (durante la campaña electoral de 1989) lo que iba a hacer, no me votaba nadie".
Durante este año, el conflicto entre la verdad y la política recrudeció en estas tierras. Durante las trágicas inundaciones de La Plata, en marzo, un tuit de la cuenta oficial del intendente Pablo Bruera pretendía que él estaba ayudando a los daminificados, cuanto él estaba descansando en Brasil. La culpa terminó siendo de los asesores del "equipo de comunicación".
Durante esta semana, la tensión entre verdad y política dominó la escena nacional, tras la investigación de Periodismo para Todos, dada a conocer el domingo, sobre presunto lavado de dinero contra el empresario kirchnerista Lázaro Báez. Federico Elaskar, el financista que concedió una entrevista para denunciar a Báez, terminó diciendo el miércoles "mentí, pido perdón". El día anterior, otro implicado, Leonardo Fariña, cuyas denuncias habían sido registradas por una cámara oculta, había afirmado que sí sabía que lo estaban filmando y que por eso había mentido: "Jorge Lanata quería ficción y le di ficción", fue su explicación.
En medio del mentidero, el duelo entre verdad y política logró niveles presidenciales: un micrófono abierto captó al mandatario uruguayo, José Mujica, refiriéndose a su par argentina, Cristina Fernández, como "vieja" y "terca".
"Si la coherencia supone armonía entre lo que se piensa, se dice y se hace, lo del presidente uruguayo invita a reflexionar. El salto de lo privado a lo público, habría hecho conocer el 'verdadero' pensamiento del jefe de Estado. Una suerte de verdad revelada, inesperadamente coherente. (...) Mujica necesitaba decir lo que sentía, no sólo pensarlo", reflexiona el psicoanalista tucumano Osvaldo Aiziczon.
Pero Mujica se disculpó, luego de decir que no lo haría, y hasta viajó junto con Cristina a Venezuela, porque se hizo invitar nuevamente al Tango 01. Con lo cual, la verdad de que él no soporta a ella quedó en la maleta, reemplazada por una impostada imagen de fraternidad.
"Al poder te lo da mentir; hacerlo bien y que todos comprendan que debe ser así", le dice el senador Roark al policía Hartigan en una escena de Ciudad del Pecado (Sin City). La tesis de Roark es que el poder reside en la mentira desde el momento en que los demás son conscientes de ese embuste, pero tienen que mentir porque la mentira tiene que ser sostenida.
La contracara (en cierta medida, la fragilidad de la verdad), es abordada por Edgar Allan Poe (1809-1849) en La carta robada, cuento que refiere, justamente, a la documentación que un ministro roba de las habitaciones reales. "La carta está todavía en posesión del ministro (advierte el protagonista, Dupin, al prefecto de la policía), puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece". Casi como si una vez revelada, la verdad ya no fuese un arma.
Pero hay, todavía, una instancia más. Porque en el poder, por supuesto, no todo es mentira. Surge, entonces, el interrogante acerca de cuáles son las verdades que el poder tolera. Y Arendt responde citando al filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679): "se consolaba con la existencia de una verdad indiferente", afirma ella. Como las verdades de la geometría, que no interfieren en la ambición, el beneficio o la pasión humana. "Pues no pongo en duda -advertía Hobbes-, que, de haberse opuesto al derecho de dominio de cualquier hombre, o al interés de los dominadores, la doctrina según la cual los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a dos ángulos de un cuadrado hubiera sido no ya disputada, sino suprimida de raíz y quemados todos los libros de geometría en la medida del poder de aquel a quien interesara".
La advertencia de la autora de La condición humana es sobre un ominoso destierro. "Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peligro de que la arrojen del mundo no sólo por un período sino potencialmente para siempre".
El latinazgo reza Fiat iustitia, et pereat mundus. Es decir, Que se haga justicia y desaparezca el mundo. Hannah Arendt, que atribuye ese adagio latino a Fernando I (sucesor de Carlos V), lo evoca en su ensayo Verdad y política. Y en un contexto revelador.
"¿Se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Inmanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras llanas: 'la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia'». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas»", dice la filósofa política alemana.
La verdad no goza de idéntica consideración. "Resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la supervivencia del mundo se considere más fútil que el sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos negarnos incluso a plantear la pregunta de si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible hacer lo mismo con respecto a la idea de verdad, al parecer mucho menos política", sostiene la pensadora.
La prefiguración de esta suerte de verdad impotente en la política tiene cara conocida para los argentinos. Pero no en el formato de la promesa electoral incumplida, sino de la mentira descarada. El ex presidente Carlos Menem se autoerigió como todo un referente del pasado cercano cuando declaró: "si hubiera dicho (durante la campaña electoral de 1989) lo que iba a hacer, no me votaba nadie".
Durante este año, el conflicto entre la verdad y la política recrudeció en estas tierras. Durante las trágicas inundaciones de La Plata, en marzo, un tuit de la cuenta oficial del intendente Pablo Bruera pretendía que él estaba ayudando a los daminificados, cuanto él estaba descansando en Brasil. La culpa terminó siendo de los asesores del "equipo de comunicación".
Durante esta semana, la tensión entre verdad y política dominó la escena nacional, tras la investigación de Periodismo para Todos, dada a conocer el domingo, sobre presunto lavado de dinero contra el empresario kirchnerista Lázaro Báez. Federico Elaskar, el financista que concedió una entrevista para denunciar a Báez, terminó diciendo el miércoles "mentí, pido perdón". El día anterior, otro implicado, Leonardo Fariña, cuyas denuncias habían sido registradas por una cámara oculta, había afirmado que sí sabía que lo estaban filmando y que por eso había mentido: "Jorge Lanata quería ficción y le di ficción", fue su explicación.
En medio del mentidero, el duelo entre verdad y política logró niveles presidenciales: un micrófono abierto captó al mandatario uruguayo, José Mujica, refiriéndose a su par argentina, Cristina Fernández, como "vieja" y "terca".
"Si la coherencia supone armonía entre lo que se piensa, se dice y se hace, lo del presidente uruguayo invita a reflexionar. El salto de lo privado a lo público, habría hecho conocer el 'verdadero' pensamiento del jefe de Estado. Una suerte de verdad revelada, inesperadamente coherente. (...) Mujica necesitaba decir lo que sentía, no sólo pensarlo", reflexiona el psicoanalista tucumano Osvaldo Aiziczon.
Pero Mujica se disculpó, luego de decir que no lo haría, y hasta viajó junto con Cristina a Venezuela, porque se hizo invitar nuevamente al Tango 01. Con lo cual, la verdad de que él no soporta a ella quedó en la maleta, reemplazada por una impostada imagen de fraternidad.
"Al poder te lo da mentir; hacerlo bien y que todos comprendan que debe ser así", le dice el senador Roark al policía Hartigan en una escena de Ciudad del Pecado (Sin City). La tesis de Roark es que el poder reside en la mentira desde el momento en que los demás son conscientes de ese embuste, pero tienen que mentir porque la mentira tiene que ser sostenida.
La contracara (en cierta medida, la fragilidad de la verdad), es abordada por Edgar Allan Poe (1809-1849) en La carta robada, cuento que refiere, justamente, a la documentación que un ministro roba de las habitaciones reales. "La carta está todavía en posesión del ministro (advierte el protagonista, Dupin, al prefecto de la policía), puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece". Casi como si una vez revelada, la verdad ya no fuese un arma.
Pero hay, todavía, una instancia más. Porque en el poder, por supuesto, no todo es mentira. Surge, entonces, el interrogante acerca de cuáles son las verdades que el poder tolera. Y Arendt responde citando al filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679): "se consolaba con la existencia de una verdad indiferente", afirma ella. Como las verdades de la geometría, que no interfieren en la ambición, el beneficio o la pasión humana. "Pues no pongo en duda -advertía Hobbes-, que, de haberse opuesto al derecho de dominio de cualquier hombre, o al interés de los dominadores, la doctrina según la cual los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a dos ángulos de un cuadrado hubiera sido no ya disputada, sino suprimida de raíz y quemados todos los libros de geometría en la medida del poder de aquel a quien interesara".
La advertencia de la autora de La condición humana es sobre un ominoso destierro. "Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peligro de que la arrojen del mundo no sólo por un período sino potencialmente para siempre".