Por Guillermo Monti
29 Abril 2013
EN ESPAÑOL. Juan Carlos rompió el protocolo con el "¡¿por qué no te callas?!" que espetó a Chávez.
Un rey sirve para superar la tartamudez en el momento justo y galvanizar a su pueblo con un discurso radial. Pero también sirve para matar elefantes en África y espetarle a un presidente: "¡¿por qué no te callas?!" En la antigüedad eran seres de supuesto origen divino. "A Deo rex, a rege lex" (De Dios el rey, del rey la ley) era la contundente definición que justificaba su poder absoluto. "La monarquía es una tradición sobre la que se conforma la identidad nacional", explican por estos días los defensores de la corona. Y lo esgrimen, una y otra vez, como respuesta a la pregunta que nos formulamos todos: ¿para qué sirve un rey a fines de abril de 2013? O en otras palabras, ¿cuál será el verdadero rol de Máxima Zorreguieta de aquí en adelante?
Hay cuatro conceptos básicos sobre los que se asientan las monarquías constitucionales contemporáneas: 1) Un rey es un símbolo, no una fuente de la que emane el ejercicio del poder. 2) La conducta de los miembros de la realeza es irrelevante comparada con la fuerza institucional de la monarquía y de ninguna manera puede afectarla. 3) La legitimidad de la corona radica en su carácter constitucional y está por encima de los avatares de la política. 4) El intento de abolir la monarquía es un ataque directo al estilo de vida de un país.
Un rey sirve para hacer negocios y, si no, que le pregunten a Leopoldo de Bélgica, quien se apoderó del Congo y lo expolió en su propio beneficio. Y de paso provocó una matanza espeluznante. Pero también sirve para afirmar el sentido de pertenencia de una sociedad. Es el caso de los países escandinavos.
Diez monarquías constitucionales se mantienen de pie en Europa. La británica es la más emblemática, por su fortaleza pero también por la virulencia de sus detractores. Rechazos que siguen creciendo como hongos en España a medida que el desprestigio de Juan Carlos I se desbarranca casi al mismo ritmo que la economía nacional. Sin dejar de lado la notoria división que cruza el país y se traduce en el rabioso republicanismo catalán. Guillermo Alejandro y Máxima, inminente pareja real holandesa, compartirá marquesinas con sus pares de Suecia, Noruega, Dinamarca, Mónaco, Liechtenstein, Bélgica y Luxemburgo.
Un rey sirve para erguirse en las escalinatas del Palacio de Versailles y proclamar "el Estado soy yo". Pero también sirve para mantener afilada la guillotina y simbolizar, con su cabeza convenientemente separada del cuerpo, el fin de una era. Y hasta para inspirar a Manuel Mujica Láinez un cuento en el que ubica al heredero del trono de Francia en un rincón de la misteriosa Buenos Aires.
Por una plebeya
"La monarquía es un déficit democrático que sufrimos por herencia", sintetizó Joaquín Sabina. Un rey es para siempre, salvo que se enamore de una divorciada estadounidense llamada Wallis Simpson y cometa la osadía de abdicar (por una plebeya). O se vea imposibilitado de frenar una revolución obstinada en implantar la dictadura del proletariado y termine acribillado junto a su familia.
Quedan en el mundo cuatro países cuyos reyes están lejos del papel de figuras decorativas (esos parásitos -al decir de los feroces antimonárquicos-, que viven a expensas de los impuestos que paga su pueblo para sostenerlos). En Arabia Saudita, Omán (dos potencias petroleras), la exótica Brunei (también en Asia) y la no menos exótica Suazilandia (en África), el rey gobierna a pleno. Juzga, legisla y ejecuta. Son los últimos reyes absolutos. Las excepciones.
Pero, como enseñó Sócrates, reyes o gobernantes no son los que llevan cetro, sino los que saben mandar. Hoy las casas reales no mandan en el universo de la política real. Un rey no sirve para decidir, aunque sí para representar a sus súbditos en toda clase de ámbitos. Cuando Jorge Bergoglio se convirtió en Francisco ahí estaba Alberto II en nombre de los monegascos. Y además de representar, un rey sirve para influir. ¿O no marcó tendencias Isabel II durante los 60 años que lleva con la corona a cuestas?
Un rey sirve para que los niños subrayen en los diccionarios la palabra "icono". Para que aprendan que hay conceptos -nación, pueblo, sociedad- y un ser de carne y hueso que los representa. Y que hay un pacto que viene del fondo de la historia, y es el que le confiere a ese icono tan especiales derechos y obligaciones.
Un rey sirve para muchísimas cosas más. Para admirarlo o denostarlo. Para reirse de él o para indignarse por sus actos. Para aplaudirlo o para envidiarlo. Pero hay algo para lo que, decididamente, jamás servirá un rey: para pasar inadvertido.
Hay cuatro conceptos básicos sobre los que se asientan las monarquías constitucionales contemporáneas: 1) Un rey es un símbolo, no una fuente de la que emane el ejercicio del poder. 2) La conducta de los miembros de la realeza es irrelevante comparada con la fuerza institucional de la monarquía y de ninguna manera puede afectarla. 3) La legitimidad de la corona radica en su carácter constitucional y está por encima de los avatares de la política. 4) El intento de abolir la monarquía es un ataque directo al estilo de vida de un país.
Un rey sirve para hacer negocios y, si no, que le pregunten a Leopoldo de Bélgica, quien se apoderó del Congo y lo expolió en su propio beneficio. Y de paso provocó una matanza espeluznante. Pero también sirve para afirmar el sentido de pertenencia de una sociedad. Es el caso de los países escandinavos.
Diez monarquías constitucionales se mantienen de pie en Europa. La británica es la más emblemática, por su fortaleza pero también por la virulencia de sus detractores. Rechazos que siguen creciendo como hongos en España a medida que el desprestigio de Juan Carlos I se desbarranca casi al mismo ritmo que la economía nacional. Sin dejar de lado la notoria división que cruza el país y se traduce en el rabioso republicanismo catalán. Guillermo Alejandro y Máxima, inminente pareja real holandesa, compartirá marquesinas con sus pares de Suecia, Noruega, Dinamarca, Mónaco, Liechtenstein, Bélgica y Luxemburgo.
Un rey sirve para erguirse en las escalinatas del Palacio de Versailles y proclamar "el Estado soy yo". Pero también sirve para mantener afilada la guillotina y simbolizar, con su cabeza convenientemente separada del cuerpo, el fin de una era. Y hasta para inspirar a Manuel Mujica Láinez un cuento en el que ubica al heredero del trono de Francia en un rincón de la misteriosa Buenos Aires.
Por una plebeya
"La monarquía es un déficit democrático que sufrimos por herencia", sintetizó Joaquín Sabina. Un rey es para siempre, salvo que se enamore de una divorciada estadounidense llamada Wallis Simpson y cometa la osadía de abdicar (por una plebeya). O se vea imposibilitado de frenar una revolución obstinada en implantar la dictadura del proletariado y termine acribillado junto a su familia.
Quedan en el mundo cuatro países cuyos reyes están lejos del papel de figuras decorativas (esos parásitos -al decir de los feroces antimonárquicos-, que viven a expensas de los impuestos que paga su pueblo para sostenerlos). En Arabia Saudita, Omán (dos potencias petroleras), la exótica Brunei (también en Asia) y la no menos exótica Suazilandia (en África), el rey gobierna a pleno. Juzga, legisla y ejecuta. Son los últimos reyes absolutos. Las excepciones.
Pero, como enseñó Sócrates, reyes o gobernantes no son los que llevan cetro, sino los que saben mandar. Hoy las casas reales no mandan en el universo de la política real. Un rey no sirve para decidir, aunque sí para representar a sus súbditos en toda clase de ámbitos. Cuando Jorge Bergoglio se convirtió en Francisco ahí estaba Alberto II en nombre de los monegascos. Y además de representar, un rey sirve para influir. ¿O no marcó tendencias Isabel II durante los 60 años que lleva con la corona a cuestas?
Un rey sirve para que los niños subrayen en los diccionarios la palabra "icono". Para que aprendan que hay conceptos -nación, pueblo, sociedad- y un ser de carne y hueso que los representa. Y que hay un pacto que viene del fondo de la historia, y es el que le confiere a ese icono tan especiales derechos y obligaciones.
Un rey sirve para muchísimas cosas más. Para admirarlo o denostarlo. Para reirse de él o para indignarse por sus actos. Para aplaudirlo o para envidiarlo. Pero hay algo para lo que, decididamente, jamás servirá un rey: para pasar inadvertido.