Por Carlos Werner
29 Julio 2013
Ese hollín que como nieve negra cae y cae desde el cielo en tiempos de zafra. Ese fuego (y ese humo) que vomitan los cañaverales e invade sistemas respiratorios, casas, rutas, cualquier rincón (también en tiempos de zafra). Ese tono amarronado-amarillento del horizonte cuando las lluvias se ausentan, reino tenebroso de la tierra ambiental y el esmog.
Aquel río, mínima corriente invernal que fétido abraza si se entra a la ciudad por el acceso a San Cayetano. Por extensión, aquel canal a cielo abierto donde yacen o se deslizan lo mundano y lo increíble. Por extensión II: todo va al río, práctica manera de sacarse de encima el problema y creárselo a otros.
Este afán de restarle generosidad, función y extensión al cerro, metros al parque 9 de Julio, árboles al piedemonte, áridos a los cauces, la razón natural a espacios públicos.
Ese temor que algunos sienten ante la llegada de cada verano, frente a la posibilidad de la "gran tormenta" (como en La Plata este año, ¿se acuerdan?). Mientras, antes están los que malgastan tiempo y dinero y dejan para más adelante la limpieza de canales, desagües y colectores pluviales. Y al mismo nivel, ese qué me importa ciudadano de tirar lo que plazca a todo conducto de drenaje, lo que después genera un efecto boomerang cuando una lluvia.
Las bolsas de nylon, las pilas y baterías echadas a suerte donde sea; la basura acumulada y descartada; los vehículos y terrenos abandonados; los caños de escape que esparcen pestes y despiertan la vergüenza ajena.
Depredar lo pequeño y lo grande. Depredar lo que nos ayuda a vivir, cuando no a sobrevivir. El hombre, soltándole la mano a la Tierra. Así, no hay medio ambiente que aguante.
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