Desesperación ante malas noticias

04 Agosto 2013

Joaquín Morales Solá / La Nación (c) 2013

La ley sirve para gobernar y disciplinar a los otros, pero la Presidenta está por encima de ella, no la incluye ni la compromete. Ésta es la concepción del poder de Cristina Kirchner, según el reguero de pruebas que dejó en los últimos días. También demostró que no le importa la opinión del papa Bergoglio, que debió sentir fastidio cuando vio que el oportunismo electoral de la Presidenta fue la respuesta a su cortesía. ¿Desesperación? ¿Arrogancia? Tal vez una mezcla de las dos cosas. Los Kirchner han demostrado que son indiferentes a las consecuencias de sus actos.

¿Por qué habría desesperación? En la Capital, que es la vidriera política más importante del país, la Presidenta está acercándose a una fuerte derrota, según la encuesta de Poliarquía para La Nacion. En el mejor de los casos, sólo renovaría uno de los senadores, el que le corresponde a la minoría, de los dos que renuevan, kirchnerista uno y filokirchnerista el otro. Gabriela Michetti se ha consolidado en la cabeza de la preferencia popular; es también la ratificación del liderazgo del macrismo en la Capital.

El segundo lugar, ahora en poder de la fórmula cristinista Daniel Filmus-Juan Cabandié, es todavía confuso. Los números de ellos están muy cerca de los de la candidatura a diputado de Elisa Carrió, pero ésta forma parte de una interna, la de UNEN, de la que participan tres fórmulas. En octubre habrá una sola lista por ese espacio. Pero será imposible hacer una suma del total de votos que UNEN consiga el próximo domingo y trasladarla a octubre. No sucederá eso. Pero, ¿qué y cómo ocurrirá? Esa es una pregunta sin respuesta, como tampoco tiene respuesta el interrogante sobre cuánto corte de boleta habrá. ¿Carrió lo acercará a Pino Solanas a su porcentaje de votos, ahora mucho mayor que el del cineasta? ¿Michetti lo llevará a su podio a Sergio Bergman, también lejos ahora de su principal candidata? Algunos de esos enigmas se irán descifrando entre agosto y octubre, no antes.

En la provincia de Buenos Aires, que es donde se libran todas las grandes batallas electorales, Sergio Massa lidera claramente la intención de voto, según los principales encuestadores nacionales. Cristina ha convertido la campaña bonaerense en una definitiva opción: Massa o yo, parece decir. Es un error, porque una probable derrota de su candidato, Martín Insaurralde, sería, sobre todo, una derrota presidencial. Un eventual fracaso en un tiempo inoportuno: a Cristina le quedan dos años de gobierno sin posibilidad de reelección. Pero la Presidenta es así: su largo plazo se agota en el próximo fin de semana.

El respetado encuestador Hugo Haime, que trabajó constantemente en la provincia de Buenos Aires, entregó el viernes su última medición. La ventaja de Massa está cerca de los ocho puntos. Massa tiene un 35,7 por ciento de intención de voto contra un 28 de Insaurralde. Massa habría sumado dos puntos más en los últimos días. El resultado se conoció al final de una semana en la que se instaló la versión de que los dos candidatos estaban virtualmente empatados. En la encuesta de Haime sobresale una conclusión reveladora: Insaurralde (es decir, Cristina) le gana a Massa sólo en los lugares más pobres de la amplia geografía bonaerense y entre los sectores sociales también más pobres. Ni la Presidenta ni su candidato lograron cautivar a la clase media bonaerense. El mapa de la medición describe, con números fríos y elocuentes, una clara división social entre dos candidatos que adscriben a un mismo partido, el peronismo.

La desgracia electoral del cristinismo se abatiría también en Santa Fe, en Córdoba, en Mendoza y en Santa Cruz, el corazón del feudo kirchnerista, donde podría resultar tercero. La Presidenta no sólo se peleó con el gobernador de Santa Cruz; también le entregó a su hijo Máximo la lapicera para escribir la lista de los candidatos. El heredero eligió sólo a sus amigos más fieles de La Cámpora santacruceña. Así les va.

Contra la lección de la historia, Cristina cree que se puede gobernar impunemente, según el gusto del que manda. Si hay algo que el Papa no quería, era que lo metieran en el proceso electoral de su país. Pero la Presidenta lo metió. Esa foto robada defraudó a dos jefes de Estado. Al Pontífice, en primer lugar, pero también a la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, que invitó con generosidad política a sus colegas latinoamericanos a compartir la visita papal a Río de Janeiro. En el momento de la foto con Insaurralde, el Papa venía de oficiar una misa ante tres millones de personas y de exponer una de sus más importantes homilías. No estaba en condiciones de preguntar a quién saludaba fugazmente en una sala donde se suponía que sólo debían estar los jefes de Estado.

Contiene cierta hipocresía la versión posterior de que el uso de esa foto en carteles electorales no fue una decisión de Cristina. Surgió cuando advirtieron que era más la pérdida que el rédito. ¿Para qué lo llevó a Insaurralde a Brasil si no era, precisamente, para sacar provecho electoral de la figura unánimemente querida del Papa? El Papa es también un hombre con instinto político, que sabe distinguir entre la lealtad y el engaño. Ellos dos, Bergoglio y la Presidenta, pueden medir mejor que nadie la distancia que hubo entre ambos durante casi una década. Cristina conoce cómo le costó a ella, además, torcer el giro crítico y ofensivo de su gobierno contra Bergoglio cuando éste fue elegido papa. Hasta el teatro necesita ser verosímil para ser bueno.

El problema del cristinismo es que las verdades de su inconsciente suelen salir a flote. En el afiche de aquella foto hurtada hay una frase sugestiva: "No dejen que la esperanza se apague". ¿Cómo? ¿Es que la esperanza en un triunfo de Insaurralde se estaba apagando? ¿No fue ésa la mejor descripción del presentimiento oficial? ¿No es ésa la percepción de una esperanza rota, la razón de la desesperación? En los últimos días, entre las muchas violaciones que Cristina hizo a la veda electoral, dijo que "venía a acompañar" una inauguración. Aclaró que no podía inaugurar nada porque la ley se lo prohíbe. El inconsciente la traicionó otra vez, porque terminó haciendo lo que sabía que no debía hacer.

El uso del Estado en la competencia electoral es, quizás, el conflicto que más une al cristinismo argentino con el chavismo venezolano. Las cosas llegaron a tal extremo que la Cámara Nacional Electoral, que es independiente, firmará el martes una sentencia sobre los abusos de la publicidad oficial. Los recursos de los que gobiernan son infinitos, y sus opositores parecen de una conmovedora pobreza. La Presidenta es la única que viola su venerada ley de medios audiovisuales, que establece condiciones muy estrictas para el uso de la cadena nacional de radio y televisión. La última vez que ordenó una cadena nacional fue para defender la designación del cuestionado y polémico general César Milani como jefe del Ejército. ¿Dónde estaba la urgencia o la gravedad del asunto? En ningún lado. El caso Milani era, y sigue siendo, un berenjenal en el que se metió sin que nadie la llamara.

Sólo en el rústico país cristinista el director nacional electoral, Alejandro Tullio, puede ser un donante confeso de las anteriores campañas electorales de la Presidenta, según una denuncia pública de Poder Ciudadano. Tullio, que viene del radicalismo, es el árbitro de un partido en una cancha que él mismo inclinó. Sólo en una República ausente un grupo de jueces, los de la sala 1 de la Cámara Federal, puede aprovechar las vísperas electorales para aliviar el proceso judicial de las personas del oficialismo más sospechadas de corrupción, como Ricardo Jaime y los hermanos Schoklender.

Si fueran ciertos los argumentos que esa Cámara usó para apartar a Oyarbide de la investigación del desvío de millonarios recursos del Estado por parte de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, el juez merece un juicio rápido y la consecuente destitución por parte del Consejo de la Magistratura. ¿Llegarán a eso? ¿O, acaso, el Gobierno le pidió desprolijidad al juez y luego le pidió a la Cámara, que responde al Gobierno, que sancionara al juez por desprolijo?

La Presidenta firma una ley para cambiar la Constitución, cuando ésta le prohíbe hacer algo. Es lo que sucedió con la ley de mercados de capitales y con su reglamentación. Esa nueva disposición le permite a ella designar interventores de hecho (veedores les llama, solapadamente) en empresas donde el Estado tiene un 2 por ciento o más de sus acciones. Pero, ¿no es una intervención, acaso, si el veedor tiene el poder de relevar al directorio de una empresa, como lo tiene ahora? Sólo un juez puede intervenir una empresa y la Constitución le ordena al Poder Ejecutivo que no se atribuya facultades del Poder Judicial. Cristina se las atribuye.

Hay una contradicción evidente en el último recorrido de la Presidenta. Muestra sin disimulos signos de debilidad política, pero al mismo tiempo corrobora que no está dispuesta a respetar ningún límite, ni humano ni divino.

Publicidad
Comentarios