Por Carlos Páez de la Torre H
14 Agosto 2013
UN RATO ANTES. La calle 24 de Septiembre colmada de público, por la llegada de los restos del general La Madrid. El gobernador Aráoz, que encabezaba la columna, fallecería rato después. LA GACETA / ARCHIVO
El 29 de noviembre de 1895, en la ceremonia de recepción de los restos del general La Madrid, cayó muerto el gobernador de Tucumán, doctor Benjamín Aráoz. Se encargó posteriormente a Paulino Rodríguez Marquina la recopilación de los discursos de homenaje, con destino a un libro. Pidió a Silvano Bores un prólogo y el discurso que había pronunciado ante la tumba de Aráoz.
El gran orador le respondió: "Tengo el pesar de no poderlo complacer: el discurso fue improvisado y en cuanto al prólogo, no me siento con serenidad bastante para juzgar a un amigo, contemporáneo, pariente y condiscípulo, cuando aun no se han apagado los ecos de su voz, ni el ruido de sus pasos, para quienes compartíamos con él agradables horas de conversación en los apartes de las fatigas diarias".
Añadía Bores que "nada aturde más que un cariño recientemente enterrado: no se puede separar al vivo del muerto; la identidad personal subsiste clara, visible, animada y hasta envuelta en la luz de la última despedida, cuando es repentina".
Procedía a describir a Aráoz. "Así lo veo con la cabeza ligeramente inclinada sobre el tronco recto de su cuerpo, enseñando el rostro lleno de bondadosas alegrías y de miradas sonrientes, como expresión de salud, de seguridad intelectual, de existencia joven: robusto, dueño del presente y preparado para continuar viaje sobre la tierra, dando la espalda al sepulcro".
Tenía el don de la palabra "y se complacía en dividirlo para darle una inagotable circulación". Nadie pensaba al saludarlo que fuera un adiós. Y por esto, "la muerte nos parece un sueño, la separación de un día, la interrupción de la conversación anterior", dando la ilusión de "verlo pasar a toda hora por el mismo blanco sereno ambiente que alimentara la vida".
El gran orador le respondió: "Tengo el pesar de no poderlo complacer: el discurso fue improvisado y en cuanto al prólogo, no me siento con serenidad bastante para juzgar a un amigo, contemporáneo, pariente y condiscípulo, cuando aun no se han apagado los ecos de su voz, ni el ruido de sus pasos, para quienes compartíamos con él agradables horas de conversación en los apartes de las fatigas diarias".
Añadía Bores que "nada aturde más que un cariño recientemente enterrado: no se puede separar al vivo del muerto; la identidad personal subsiste clara, visible, animada y hasta envuelta en la luz de la última despedida, cuando es repentina".
Procedía a describir a Aráoz. "Así lo veo con la cabeza ligeramente inclinada sobre el tronco recto de su cuerpo, enseñando el rostro lleno de bondadosas alegrías y de miradas sonrientes, como expresión de salud, de seguridad intelectual, de existencia joven: robusto, dueño del presente y preparado para continuar viaje sobre la tierra, dando la espalda al sepulcro".
Tenía el don de la palabra "y se complacía en dividirlo para darle una inagotable circulación". Nadie pensaba al saludarlo que fuera un adiós. Y por esto, "la muerte nos parece un sueño, la separación de un día, la interrupción de la conversación anterior", dando la ilusión de "verlo pasar a toda hora por el mismo blanco sereno ambiente que alimentara la vida".