Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: “¡Ayúdame a mirar!”.

Esta breve historia de Eduardo Galeano (El libro de los abrazos) nos habla de lo necesario que es el otro en la educación de un niño. Para ver el mar de lo que nos hace humanos y la gran inmesidad de nuestras emociones, es imprescindible que otro nos lleve de la mano. Como le pasó a Dante Alighieri en la Divina Comedia: todo niño necesita un Virgilio. Por eso es tan necesario un referente. Primero en el hogar -los padres y abuelos, fundamentalmente- y después en el colegio y en la misma sociedad. Pero, a veces, sucede al revés. Sin ser Virgilio, yo mismo me sentí días atrás una especie referente imprevisto. El menos pensado y, por supuesto, el más inverosímil. Fue durante una charla con alumnas de segundo grado del Colegio Santa Rosa, quienes estaban cerrando una clase sobre el periodismo y las noticias. Yo había sido invitado para hablar sobre cómo es trabajar en la redacción de un diario. Y, para mi asombro, descubrí que aquellas niñas vivaces y curiosas, podían en realidad enseñarme a mí cómo ser un mejor cronista. “¿Le gusta su trabajo? ¿Está contento con lo que escribe? ¿Cómo descubrió que quería ser periodista? ¿Hay algo que no le guste escribir?”, me preguntaron. Yo contesté de manera diplomática -y hasta previsible-; les dije: “siempre quise ser escritor”. Por supuesto, aún no lo he conseguido, pero gracias a esas pequeñas “santarrosistas”, aquel objetivo primordial que me llevó a ejercer la profesión más hermosa del mundo -a decir de García Márquez-, ha vuelto a reverdecer. ¡Gracias chiquillas por ayudarme a mirar!

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