17 Diciembre 2013
La repetición y la memorización de patrones de movimiento están en la base de la danza. Durante siglos, la coreografía y/o la dirección se encargó de orientaciones, direcciones, de diseñar pasos y gestos de los bailarines, sus ubicaciones precisas en el escenario.
Pero desde hace algún tiempo, los artistas buscan cada vez más tomar conciencia del propio cuerpo, de sus posibilidades, de sus limitaciones escapando a esos patrones. Como ocurriera en los 60, hay una mirada importante hacia las técnicas y formas de vida oriental, y dentro de ese proceso general, la improvisación aparece como una herramienta a mano siempre útil.
No sorprende entonces que desde hace pocos años, proliferen los seminarios y talleres de improvisación.
Diez días atrás estuvo en esta ciudad Eugenia Estévez, coreógrafa, bailarina y docente que, acompañada por Walter Ferreyra, dictó un curso de danza contemporánea e improvisación. Y hace unos días, el colectivo Otro Espacio organizó un taller de danza e investigación del movimiento con Carlos Osatinsky y Fernando Nicolás Pelliccioli.
“Improvisar es un modo de construir en el que las decisiones se adoptan a lo que va aconteciendo, pero esas decisiones no están planificadas; ahí radica la dificultad”, le explicó a LA GACETA la coreógrafa que se presentó en diferentes escenarios del mundo y en importantes festivales, como el American Dance Festival.
Osatinsky y Pelliccioli residen desde hace años en Berlín y trabajan habitualmente en España, Finlandia, Indonesia y Austria. “La improvisación requiere una determinada preparación en la que no todo vale. El intérprete se convierte en cocreador de la obra, porque se hace responsable de su material de trabajo, como lo hace el director, y encuentra una voz propia. En definitiva, hay una liberación. Nosotros partimos de un entrenamiento que tiene como objetivo principal conocerse como ser, como espacio de posibilidades, en el que se trata de descubrirse y descubrir nuestra potencia y darle una forma artística”, agregan durante una entrevista que mantuvieron con LA GACETA.
Aporte
Estévez consigna que se trata de una apuesta a lo que está sucediendo y no a lo que uno quería que suceda: “Insisto, es operar en esa no planificación. En mi caso, trabajo con la percepción y la relación con el otro, con el espacio, el sonido y la luz”. Cuando se le pregunta qué le aporta la improvisación a la danza responde: “cosas muy importantes para evitar que el bailarín se convierta en un mero ejecutor, en un mero intérprete. Improvisar permite la libertad y, entonces, las coreografías dejan de ser una obediencia debida. Porque huimos de esa repetición, que es hasta mecánica”, señala.
Puro presente
“La improvisación es algo vivo, en la que se toma la partitura para expresar y transformarla. Por supuesto, hay estructuras básicas previas a ella, como por ejemplo, si cuántas personas van a trabajar, si habrá luz o no, o escenografía. Digamos que la partitura o la coreografía crea el marco de la improvisación, pero en ella se trabaja el presente al 100%; es el presente puro”, reflexionan Osatinsky y Pelliccioli. ¿Y cómo es el entrenamiento? “Se estrena escuchando, abriendo la percepción, con ejercicios de reconocimiento del cuerpo. Viajamos al nivel de los huesos, para tomar conciencia de ese cuerpo, su estructura ósea y su relación con los músculos. Con la improvisación se toma distancia de la representación, y nos acercamos a la presentación. Así, la danza escapa a la narración, al relato, porque es un flujo de sentidos; el cuerpo es la producción de sentidos, que es infinito e ilimitado. Partimos de: el cuerpo que transitamos, el espacio que habitamos. Trabajamos a partir de imágenes en las que cada uno busca cómo relacionarse”, describen los artistas que, en Europa, se reparten entre la danza y la performance en sus presentaciones.
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