El misterioso romance de Søren y Regine

Se cumplieron 171 años de la publicación de “Diario de un seductor”, una obra clave del pensamiento occidental. Sin embargo, pocos conocen que el autor del libro, el filósofo Søren Kierkegaard, vivió en carne propia los avatares de un amor inexplicable

La subyugante ciudad danesa de Copenhague era, a mediados del siglo XIX, una de las urbes más adelantadas de Europa. No sólo desde el punto de vista tecnológico, sino también por su gran actividad intelectual. Cuna de escritores que dejaron una huella indeleble en la Literatura (Hans Christian Andersen es, tal vez, el más emblemático de todos) Copenhague se jactaba en aquellos años de ser una de las ciudades más cultas de Europa. A tal punto que sus escritores eran idolatrados como verdaderos héroes nacionales. Por eso no resulta sorprendente que, a mediados de 1840, la famosa urbe danesa se paralizara de estupor a causa de los rumores del flirteo insólito entre un dilecto filósofo y una hermosa joven de alta alcurnia.

La historia es conocida, aunque las causas que la generaron siguen siendo un misterio. El romance entre el famoso filósofo Søren Kierkegaard (1813-1855) y la hermosa Regine Olsen (1822-1904) está plagado de desdichas, rechazos y vuelcos dramáticos. Vicisitudes que, en cierta forma, fueron el trasfondo real de “Diario de un seductor”, una obra capital del pensamiento occidental. Escrita por Kierkegaard en formato de diario íntimo, la novela vio la luz el 6 de abril de 1843 (se cumplieron 171 años) y de inmediato se volvió un éxito.

El libro narra las andanzas de Juan, un joven seductor que se entretiene tejiendo estrategias para conquistar a bellas jovencitas. Y aunque está enamorado de Cordelia, su obsesión no es casarse con ella, sino amarla sin poder tenerla. Una estrategia que el mismo filósofo experimentó en carne propia.

El inicio
Regine Olsen conoció a Kierkegaard en la primavera de 1837, cuando ella tenía apenas 15 años. Era una chica callada, pero de una belleza arrolladora. El muchacho le causó una fuerte impresión, aunque no del todo favorable. Ella era una jovencita algo engreída y consideraba que el filósofo era un hombre demasiado aburrido y poco atractivo. A pesar de todo, se estableció entre ellos una misteriosa conexión.

Kierkegaard comenzó a buscarla obsesivamente. Primero se acercó a ella como amigo y luego como confidente. Hasta que en septiembre de 1840 le confesó su amor mientras Regine tocaba el piano en una fiesta organizada por la familia Olsen. Habían pasado más de dos años desde que se conocieron, un tiempo prudencial para los estándares de la época. Sin embargo la joven se quedó en silencio, cabizbaja, casi en trance. No lo rechazó, pero tampoco lo aceptó.

Kierkegaard, alarmado, no se dio por vencido. Sin dudarlo un segundo, solicitó una entrevista con el padre de Regine, el concejal Etatsraad Olsen, y le pidió su mano. El hombre aceptó la propuesta y desde ese momento, sin que mediara la opinión de Regine, la pareja quedó oficialmente comprometida. Una estrategia usual en aquellos tiempos en los que la mujer, por más bella que sea, ni siquiera tenía derecho a decidir sobre su futuro.

Es en este punto donde sobreviene el misterio. A los pocos días de formalizar el compromiso, Kierkegaard comenzó a tener dudas respecto del casamiento. No se sabe bien que pasó por su mente. Algunos biógrafos y críticos, entre ellos el destacado Harold Bloom, aseguran que el filósofo no podía conciliar la idea del matrimonio con su vocación literaria y, mucho menos, con su incipiente y apasionado cristianismo. Otros sostienen que, en realidad, amaba tanto a Regine que no la quería perjudicar con su temperamento melancólico.

Lo cierto es que, durante el resto de ese año se dedicó por completo a sus estudios teológicos. Regine sintió -y así lo manifestó vivamente- que la agenda agitada de Kierkegaard era el pretexto conveniente para evitarla.

El quiebre
La relación continuó por medio de epístolas tortuosas, repletas de reproches y contradicciones. Las cartas que el filósofo escribía puntualmente cada miércoles, sobrevivieron prácticamente en su totalidad. Las de Regine, en cambio, fueron oportunamente quemadas.

La tensión continuó creciendo hasta que en agosto de 1841 Kierkegaard rompió oficialmente el compromiso. Lo hizo a través de una carta de despedida acompañada por un anillo con la inscripción “En mi final está mi comienzo”. Esa misma frase había usado María de Estuardo, reina de Escocia, momentos antes de ser decapitada. El escándalo no tardó en expandirse por toda Copenhague como un virus descontrolado.

Destrozada, Regine desechó el protocolo y, en un intento desesperado, viajó hasta la casa del filósofo, aún sabiendo que él se hallaba fuera de la ciudad. Sin poder hablar con él, la joven bañada en llanto escribió una nota y la deslizó debajo de la puerta. Se dice que Kierkegaard llevó hasta el final de sus días esa única línea suplicante, escrita con lágrimas de sangre: “No me dejes”.

La ruptura llevó a Regine al borde de la locura: no sólo se negó a aceptar el rechazo del filósofo, sino que además lo amenazó con quitarse la vida si no retomaba la relación.

El desenlace
Kierkegaard adoptó entonces una estrategia bastante cruel. A través de sus cartas le hizo creer a la joven que en realidad no era amor lo que sentía por él, sino una mezcla de deseo y admiración. Esta “táctica elegante”, por llamarla de alguna forma, fue consignada por el propio filósofo en su diario personal: “No tenía otra alternativa más que llevar la situación al extremo; apoyarla a través de engaños, y hacer cualquier cosa para que se aleje de mí y recupere su orgullo”.

Las cartas se volvieron frías y distantes. Sin embargo, Regine no capituló. En octubre de 1841 Kierkegaard se encontró con ella y finalizó la relación en persona. El encuentro se produjo en la mansión de los Olsen. El padre de Regine intentó persuadirlo apelando a la tensión emocional en la que se encontraba la joven. Pero el filósofo creyó que el personaje indiferente que había creado para desanimarla también debía manifestarse frente a su padre. Ante la insistencia sobre reconsiderar la boda, Kierkegaard respondió: “Tal vez dentro de diez años, cuando haya empezado a marchitarme y necesite una muchacha lujuriosa que me rejuvenezca”. Terrible. Los biógrafos de Kierkegaard se quedaron con esta actitud aborrecible y no con esa imagen de joven enamorado y confundido que no sólo buscaba bucear en el “dulce abismo de la filosofía”. Kierkegaard, de hecho, se mantuvo célibe y no se casó nunca.

Regine, en cambio, contrajo matrimonio en 1847 con su antiguo tutor, Frederik Schlegel. El matrimonio fue -según las crónicas de la época- “feliz y estable”. Cuentan que durante las noches se leían mutuamente pasajes enteros de “Diario de un seductor”, aunque nadie sabe si por burla o por verdadera admiración.

En noviembre de 1849 el filósofo le escribió a Schlegel solicitándole una entrevista con Regine. El hombre nunca respondió. Poco tiempo después, Schlegel fue elegido como gobernador de las Indias Occidentales y partió hacia allí con Regine el 17 de marzo de 1855. Kierkegaard no volvió a verla y murió meses más tarde, a los 42 años.

Cinco años después, Regine regresó a Copenhague y, tras el deceso de Schlegel en 1896, accedió a los ruegos de los biógrafos del filósofo y narró los avatares del romance bajo la promesa de que serían publicados luego de su fallecimiento, cosa que ocurrió en 1904. Ese mismo año apareció la insólita y triste historia de amor. Hoy, el cuerpo de Regine descansa en el cementerio de Copenhague junto al de Kierkegaard; unidos al fin, más allá del tiempo.

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