Por Carlos Páez de la Torre H
13 Mayo 2014
JOSÉ IGNACIO ARÁOZ. Entendía saludable que la Justicia y no las Cámaras juzgaran los diplomas de los legisladores la gaceta / archivo
De la Convención Constituyente de Tucumán de 1907, solamente se levantaron actas-síntesis: aun no había versiones taquigráficas. Por eso no constan, en su integridad, muchas exposiciones que tuvieron saliente interés. Por ejemplo, la del doctor José Ignacio Aráoz (1875-1941).
Este convencional sostuvo “la necesidad y la eficacia, para la causa de las instituciones”, de “quitar a los cuerpos electivos la anacrónica y perniciosa facultad de juzgar las elecciones de sus miembros al arbitrio de la mayoría”. Entendía que, con esa disposición, “nos tienen connaturalizados el tiempo y los prejuicios seudo científicos en materia política”.
Era conocido el vicio de nulidad que, en la Argentina, afectaba a 900 de cada 1.000 elecciones. Y, “sin embargo, rarísimos casos podríamos citar de que las mayorías legislativas hayan anulado diplomas de sus amigos; y cuando lo han hecho, por supuesto que no peligraban esas mayorías”.
Opinaba que el juicio sobre los diplomas de los legisladores debía ser confiado a los Tribunales de Justicia, tal como lo sostenían destacados publicistas, como Estrada y Montes de Oca. Urgía terminar con “la torpe mentira institucional vigente”. Si la Justicia estaba compuesta por jueces honrados, no había razón para no adjudicarles ese cometido.
Tal criterio regía ya en Inglaterra y Estados Unidos. Había que incorporarlo, para ser coherentes con esa tradición argentina de inspirarse “en el pensamiento y las prácticas del mundo entero”, que nos permitió adquirir “lo bueno que tenemos hasta hoy en todo sentido”.
Este convencional sostuvo “la necesidad y la eficacia, para la causa de las instituciones”, de “quitar a los cuerpos electivos la anacrónica y perniciosa facultad de juzgar las elecciones de sus miembros al arbitrio de la mayoría”. Entendía que, con esa disposición, “nos tienen connaturalizados el tiempo y los prejuicios seudo científicos en materia política”.
Era conocido el vicio de nulidad que, en la Argentina, afectaba a 900 de cada 1.000 elecciones. Y, “sin embargo, rarísimos casos podríamos citar de que las mayorías legislativas hayan anulado diplomas de sus amigos; y cuando lo han hecho, por supuesto que no peligraban esas mayorías”.
Opinaba que el juicio sobre los diplomas de los legisladores debía ser confiado a los Tribunales de Justicia, tal como lo sostenían destacados publicistas, como Estrada y Montes de Oca. Urgía terminar con “la torpe mentira institucional vigente”. Si la Justicia estaba compuesta por jueces honrados, no había razón para no adjudicarles ese cometido.
Tal criterio regía ya en Inglaterra y Estados Unidos. Había que incorporarlo, para ser coherentes con esa tradición argentina de inspirarse “en el pensamiento y las prácticas del mundo entero”, que nos permitió adquirir “lo bueno que tenemos hasta hoy en todo sentido”.
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