Por Carlos Páez de la Torre H
09 Junio 2014
NICOLÁS AVELLANEDA. Ya presidente electo, habló en el banquete ofrecido en el Teatro Variedades la gaceta / archivo
El 14 de agosto de 1874 se ofreció un gran banquete al doctor Nicolás Avellaneda, en el Teatro Variedades de Buenos Aires, con motivo de haber resultado electo presidente de la Nación. El tucumano, quien asumiría la primera magistratura el próximo 12 de octubre, pronunció entonces un aclamado discurso.
“No es esta ocasión oportuna para desplegar un programa político”, dijo. “Haré pronto el mío delante de la Nación, en breves y sencillas palabras, tal como corresponde a la seriedad de las funciones que principiaré a desempeñar, y a la razón ya madura de mi época y de mi país”.
Advertía que “el primer magistrado de la República no recibe, con el bastón de mando, el poder de verificar milagros. No puede así prometerlos, y no es de buena ley envolverse en el prestigio fantástico de propósitos quiméricos. Los gobiernos no se hacen ya con decretos autocráticos, ante el silencio de los pueblos. Se hacen con los recursos colectivos, con la opinión pública, bajo el impulso de todas la fuerzas sociales”.
Pensaba que el intento de un gobernante “debe ser comprender el programa de su época para representarlo y servirlo, haciendo en eso consistir el suyo”. A su juicio, “no será dado ya a ningún presidente sellar la unidad de la Nación con su escudo de armas”. Acaso no podría, por la situación económica, ejecutar grandes trabajos públicos.
Pero se iba a considerar afortunado, decía, si al completar el período podía reunirlos de nuevo y decir, en presencia de quien lo sucediera: “dad por bien empleados vuestros esfuerzos. Habéis constituido un gobierno que no necesitó llamar a sus conciudadanos ni al orden ni a las armas”.
“No es esta ocasión oportuna para desplegar un programa político”, dijo. “Haré pronto el mío delante de la Nación, en breves y sencillas palabras, tal como corresponde a la seriedad de las funciones que principiaré a desempeñar, y a la razón ya madura de mi época y de mi país”.
Advertía que “el primer magistrado de la República no recibe, con el bastón de mando, el poder de verificar milagros. No puede así prometerlos, y no es de buena ley envolverse en el prestigio fantástico de propósitos quiméricos. Los gobiernos no se hacen ya con decretos autocráticos, ante el silencio de los pueblos. Se hacen con los recursos colectivos, con la opinión pública, bajo el impulso de todas la fuerzas sociales”.
Pensaba que el intento de un gobernante “debe ser comprender el programa de su época para representarlo y servirlo, haciendo en eso consistir el suyo”. A su juicio, “no será dado ya a ningún presidente sellar la unidad de la Nación con su escudo de armas”. Acaso no podría, por la situación económica, ejecutar grandes trabajos públicos.
Pero se iba a considerar afortunado, decía, si al completar el período podía reunirlos de nuevo y decir, en presencia de quien lo sucediera: “dad por bien empleados vuestros esfuerzos. Habéis constituido un gobierno que no necesitó llamar a sus conciudadanos ni al orden ni a las armas”.
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