Por Daniel García Marco, DPA
RÍO DE JANEIRO.- Luis Suárez es como el escorpión de la fábula que promete no picar a la rana pero que termina haciéndolo. Está en su naturaleza utilizar sus dientes para arruinar su imagen como uno de los mejores futbolistas del mundo.
Como le pasó a la rana, muchos le creyeron. Llegó al Mundial siendo quizás el mejor jugador de los últimos seis meses, autor de 31 goles en 33 partidos -ninguno de penal, a diferencia de Cristiano Ronaldo, que sumó la misma cifra- con un Liverpool que estuvo a punto de ser campeón de Inglaterra. Fue elegido mejor jugador de la Premier League, sólo se hablaba de sus goles, de su posible pase multimillonario a España, de su lesión de menisco.
“Quiero cambiar mi imagen de chico malo porque no creo que sea como se me ha representado. Me gustaría cambiarlo porque es feo escuchar y leer lo que dicen de ti”, dijo en una entrevista con la revista “Sports Illustrated”, simultánea a otra con retrato familiar al diario “The New York Times” en plena estrategia por purificar la imagen del delantero de 27 años.
La prensa inglesa, la que lo llamó en su momento el “Caníbal de Anfield” (“The Daily Telegraph”) y “Racista” (“The Mirror”) por su mordisco al jugador del Chelsea Branislav Ivanovic (2013) y por sus insultos a Patrice Evra, jugador negro del Manchester United (2011), encontró su blanco preferido.
Suárez, que se perdió 18 partidos en la liga inglesa por sanción, pendula entre dos posiciones igual de dañinas: unos lo consideran culpable de todos los males del mundo, un villano de manual, y otros creen que es una víctima, un perseguido por la doble moral anglosajona que ni siquiera entiende que un futbolista se deje caer en el área buscando un penal.
A un lado, la agresión; al otro, la adulación acrítica. En la concentración de Uruguay en Natal se escenificaron las dos trincheras. Un periodista británico hacía a los hinchas de Uruguay la pregunta capciosa de si Suárez es un buen ejemplo para los niños. En el lado contrario, algunos periodistas uruguayos obviaban el “caso Suárez” y alimentaban las teorías conspirativas.
John Henry, propietario de Liverpool, dio una buena definición para Suárez: “Es una buena persona el 99% del tiempo. En el otro 1%, su deseo de ganar supera todo lo demás”.
El deseo de ganar. Eso es lo que hace de Suárez un “bad boy”, pero también lo que le hacer ser uno de los mejores futbolistas del mundo. Esa determinación lo hizo ascender desde las inferiores de Nacional de Montevideo e irse a los 19 años a Holanda, lo que le permitió juntarse de nuevo con su novia, Sofía, que se había mudado a España con sus padres tres años antes y que está detrás de que “Luisito” dejara su vida nocturna de adolescente y se centrara en el fútbol. “No se lo eligió para filósofo ni para mecánico ni para tener buenos modales”, lo defendió el presidente de Uruguay, José Mujica.
Suárez, padre de dos hijos, está más cerca de Diego Maradona o de Michael Schumacher que de Roger Federer. Es tan humano que es a veces bueno y a veces malo, figura fascinante en una época de estrellas pasteurizadas. El delantero, de infancia compleja y familia humilde, avanzó poco a poco también en Holanda hasta llegar al Ajax de Ámsterdam y de ahí a Inglaterra, al Liverpool, a la espera de dar el salto a uno de los más grandes y millonarios clubes.
Ese salto está ahora congelado, aunque la FIFA confirmara que no hay ninguna prohibición de que sea transferido. Suárez tiene ya su imagen dañada quizás irreversiblemente, algo que probablemente no sorprenda a un jugador al que incluso se lo culpó de que un jugador de Ghana no supiera anotar un penal para clasificar a su país a las semifinales de un Mundial.