Por Andrés Burgo
02 Julio 2014
A los 13 minutos del segundo tiempo suplementario, 118 después del comienzo de una tarde que se suponía difícil pero no al borde de la taquicardia, un silencio de muerte recorría las tribunas argentinas en el Itaquerao. No había ganas de reivindicar el gol de Claudio Caniggia en Italia 90 ni de contestarles a los brasileños que cantaban a favor de Suiza y se divertían gritando “ole, ole, ole” cada vez que Xherdan Shaquiri despatarraba a Federico Fernández. La liturgia argentina estaba encadenada al desconcierto que hundía a Lionel Messi. Algunos hinchas se preguntaban si no estaban a minutos de cambiar el vuelo a Brasilia, sede del partido de cuartos de final, por un anticipado regreso a la Argentina.
Seis minutos después, los tres que faltaban para completar el tiempo reglamentario más los cuatro que adicionó el árbitro sueco Jonas Eriksson, toda esa descomunal angustia contenida por hinchas que habían pagado hasta 1.500 dólares por una entrada terminó de desaparecer.
La catarsis no fue gratis. El precio del triunfo fue una montaña rusa de emociones. Las entradas para este Mundial deberían incluir un estetoscopio. En seis minutos se concentró un gol propio, un cabezazo suizo en el palo de Sergio Romero, un rebote que habría que incluir en el museo de la suerte (si es que existe, y si no habría que inventarlo), una emboquillada de 45 metros de Di María que pudo haber sido el 2-0 y un tiro libre para Suiza en la medialuna argentina que fue esperado con la resignación de quien enfrenta a un pelotón de fusilamiento.
La adrenalina mira a los seis minutos finales de Argentina-Suiza y se asusta, sale corriendo. La reconstrucción exacta de un desenlace para la historia (y que evitó una derrota que habría sido para enterrar en el cementerio del fútbol argentino) comienza a los 12 minutos y 15 segundos, cuando Rodrigo Palacio le ganó la pelota en la salida a Stephan Lichtesteiner y activó la acción colectiva preferida de la Argentina: el contraataque.
La jugada fue de izquierda a derecha y terminó con un zurdazo. Palacio hizo lo mejor que puede hacer cualquier jugador argentino: pasarle la pelota a Messi. El 10 tuvo un arranque de gacela sudafricana y una corriente de energía sacudió al estadio. Nadie se juega más que Messi en este Mundial: una derrota en octavos habría aniquilado su inhumana comparación contra Maradona.
En el piso quedó Fabian Schaer. El 10 pensó primero en patear al arco pero estaba tapado por otras dos moles suizas y por el rabillo del ojo vio que Di María llegaba a un costado. El 50% del gol ya estaba convertido. Iban 12 minutos y 30 segundos y la otra mitad de la clasificación la terminó de rematar el rosarino que aprendió a jugar al fútbol mientras respiraba el hollín del carbón que de niño repartía junto a su padre.
Algún sismógrafo de San Pablo tuvo que haber registrado el terremoto que sacudió al Itaquerao. Di María fue a festejar el gol al córner donde una bandera con los colores argentinos auguraba una ayuda mística: los rostros de Diego Maradona, el Papa Francisco y Messi. Los brasileños dejaron de cantar por Suiza. Los periodistas se olvidaron del protocolo. En el palco hubo argentinos que gritaron el gol como una liberación. Un suizo, porque los suizos también maldicen por fútbol, puso la cabeza entre las piernas y no se movió de esa posición en los seis minutos restantes: se perdió lo que ni James Bond se habría animado a ver.
La celebración argentina duró dos minutos y medio. El partido se reanudó a los 15, o sea a los 120 reglamentarios, pero Eriksson adicionó tres. Parecía un tiempo de hojarasca, de festiva reivindicación en las tribunas, pero sería un tormento. La paz y Argentina son antónimos en este Mundial. Le siguió un foul de Di María por la derecha y un centro que terminó en córner. Allá fue Diego Benaglio, el arquero suizo, y el hombre de la camiseta amarilla hizo un intento de tijera. Le erró por varios centímetros. Habría sido la mayor humillación del fútbol argentino si el lungo de camiseta flúor nos arruinaba el cumpleaños.
Pero la pelota siguió hasta la derecha del ataque suizo y Shaquiri mandó otro centro. Fue un puñal perfecto para un arquero nervioso como Romero, que se convirtió en una estaca. Como además Fernández saltó a destiempo, los diques de prevención fallaron y Blerim Dzemaili, volante del Napoli, cabeceó en el borde del área chica. No podía no ser gol, pero como Messi es argentino la pelota dio en el palo. Lo que parecía el apogeo de lo dramático, sin embargo, fue lo de menos. La amenaza real fue el rebote: otra vez Dzemaili, esta vez con la rodilla izquierda, volvió a intentar el 1-1. La pelota, descontrolada como un pinball, se fue centímetros afuera. Romero levantó las manos como si la hubiese dejado pasar: en realidad estaba entregado.
A los 17 minutos y 30 segundos del suplementario, o sea a 30 segundos del final del tiempo adicionado, y con Benaglio en otra incursión ofensiva, un rechazo de Ezequiel Garay cayó adonde estaba Di María. Con el arco vacío, el 7 le pegó de emboquillada desde 45 metros y falló por poco. Nadie lo lamentó ni lo festejó demasiado: el partido ya parecía terminado y sólo era cuestión de largar el festejo. Sin embargo, muy pronto llegaría el último motivo para arreglar una visita al cardiólogo lo más rápido posible.
A los 17’ y 59’’, o sea un segundo antes de los tres minutos adicionados, Shaquiri simuló una falta que Garay no cometió y el árbitro cobró tiro libre.
Fue en la media luna. Parecía un penal con barrera. La televisión mostró a jugadores argentinos persignándose en el banco de suplentes. Los hinchas tampoco querían ver. Recién después de un minuto y medio de demora, Shaquiri remató. La pelota pegó en la barrera y, por fin, Argentina avanzó a los cuartos de final.
Atrás habían quedado seis minutos que deberíamos recordarles a nuestras esposas y novias cuando, dentro de dos meses, seguramente se volverán a quejar por nuestra adicción al fútbol. ¿Se acuerdan, chicas? Por finales como Argentina-Suiza nos encanta el fútbol.
Seis minutos después, los tres que faltaban para completar el tiempo reglamentario más los cuatro que adicionó el árbitro sueco Jonas Eriksson, toda esa descomunal angustia contenida por hinchas que habían pagado hasta 1.500 dólares por una entrada terminó de desaparecer.
La catarsis no fue gratis. El precio del triunfo fue una montaña rusa de emociones. Las entradas para este Mundial deberían incluir un estetoscopio. En seis minutos se concentró un gol propio, un cabezazo suizo en el palo de Sergio Romero, un rebote que habría que incluir en el museo de la suerte (si es que existe, y si no habría que inventarlo), una emboquillada de 45 metros de Di María que pudo haber sido el 2-0 y un tiro libre para Suiza en la medialuna argentina que fue esperado con la resignación de quien enfrenta a un pelotón de fusilamiento.
La adrenalina mira a los seis minutos finales de Argentina-Suiza y se asusta, sale corriendo. La reconstrucción exacta de un desenlace para la historia (y que evitó una derrota que habría sido para enterrar en el cementerio del fútbol argentino) comienza a los 12 minutos y 15 segundos, cuando Rodrigo Palacio le ganó la pelota en la salida a Stephan Lichtesteiner y activó la acción colectiva preferida de la Argentina: el contraataque.
La jugada fue de izquierda a derecha y terminó con un zurdazo. Palacio hizo lo mejor que puede hacer cualquier jugador argentino: pasarle la pelota a Messi. El 10 tuvo un arranque de gacela sudafricana y una corriente de energía sacudió al estadio. Nadie se juega más que Messi en este Mundial: una derrota en octavos habría aniquilado su inhumana comparación contra Maradona.
En el piso quedó Fabian Schaer. El 10 pensó primero en patear al arco pero estaba tapado por otras dos moles suizas y por el rabillo del ojo vio que Di María llegaba a un costado. El 50% del gol ya estaba convertido. Iban 12 minutos y 30 segundos y la otra mitad de la clasificación la terminó de rematar el rosarino que aprendió a jugar al fútbol mientras respiraba el hollín del carbón que de niño repartía junto a su padre.
Algún sismógrafo de San Pablo tuvo que haber registrado el terremoto que sacudió al Itaquerao. Di María fue a festejar el gol al córner donde una bandera con los colores argentinos auguraba una ayuda mística: los rostros de Diego Maradona, el Papa Francisco y Messi. Los brasileños dejaron de cantar por Suiza. Los periodistas se olvidaron del protocolo. En el palco hubo argentinos que gritaron el gol como una liberación. Un suizo, porque los suizos también maldicen por fútbol, puso la cabeza entre las piernas y no se movió de esa posición en los seis minutos restantes: se perdió lo que ni James Bond se habría animado a ver.
La celebración argentina duró dos minutos y medio. El partido se reanudó a los 15, o sea a los 120 reglamentarios, pero Eriksson adicionó tres. Parecía un tiempo de hojarasca, de festiva reivindicación en las tribunas, pero sería un tormento. La paz y Argentina son antónimos en este Mundial. Le siguió un foul de Di María por la derecha y un centro que terminó en córner. Allá fue Diego Benaglio, el arquero suizo, y el hombre de la camiseta amarilla hizo un intento de tijera. Le erró por varios centímetros. Habría sido la mayor humillación del fútbol argentino si el lungo de camiseta flúor nos arruinaba el cumpleaños.
Pero la pelota siguió hasta la derecha del ataque suizo y Shaquiri mandó otro centro. Fue un puñal perfecto para un arquero nervioso como Romero, que se convirtió en una estaca. Como además Fernández saltó a destiempo, los diques de prevención fallaron y Blerim Dzemaili, volante del Napoli, cabeceó en el borde del área chica. No podía no ser gol, pero como Messi es argentino la pelota dio en el palo. Lo que parecía el apogeo de lo dramático, sin embargo, fue lo de menos. La amenaza real fue el rebote: otra vez Dzemaili, esta vez con la rodilla izquierda, volvió a intentar el 1-1. La pelota, descontrolada como un pinball, se fue centímetros afuera. Romero levantó las manos como si la hubiese dejado pasar: en realidad estaba entregado.
A los 17 minutos y 30 segundos del suplementario, o sea a 30 segundos del final del tiempo adicionado, y con Benaglio en otra incursión ofensiva, un rechazo de Ezequiel Garay cayó adonde estaba Di María. Con el arco vacío, el 7 le pegó de emboquillada desde 45 metros y falló por poco. Nadie lo lamentó ni lo festejó demasiado: el partido ya parecía terminado y sólo era cuestión de largar el festejo. Sin embargo, muy pronto llegaría el último motivo para arreglar una visita al cardiólogo lo más rápido posible.
A los 17’ y 59’’, o sea un segundo antes de los tres minutos adicionados, Shaquiri simuló una falta que Garay no cometió y el árbitro cobró tiro libre.
Fue en la media luna. Parecía un penal con barrera. La televisión mostró a jugadores argentinos persignándose en el banco de suplentes. Los hinchas tampoco querían ver. Recién después de un minuto y medio de demora, Shaquiri remató. La pelota pegó en la barrera y, por fin, Argentina avanzó a los cuartos de final.
Atrás habían quedado seis minutos que deberíamos recordarles a nuestras esposas y novias cuando, dentro de dos meses, seguramente se volverán a quejar por nuestra adicción al fútbol. ¿Se acuerdan, chicas? Por finales como Argentina-Suiza nos encanta el fútbol.