Por Andrés Burgo
09 Julio 2014
EL DÍA MÁS NEGRO. La mitad de la población brasileña se mostraba escéptica, pero nadie esperaba semejante papelón. REUTERS
Brasil se despertó con ataque de pánico. Los diarios regalaron caretas de Neymar, el ángel caído, el fútbol roto. Los canales anunciaban encuestas en las que los propios brasileños reconocían su escepticismo: 53% a 47% de favoritismo para Alemania. Las radios encendían las alarmas por el debut de Dante en los Mundiales y recordaban la capitanía de David Luiz en lugar de Thiago Silva, el líder ausente. A las 14, como en cada partido del Mundial, el país entró en asueto: cerraron los bancos, los supermercados y los centros comerciales. Sólo quedaron abiertas las guardias de los hospitales, algunos bares y unas pocas estaciones de servicio. Las calles se vaciaron. Una energía de fatalismo empezaba a cubrir todo Brasil. El fantasma de Moacyr Barbosa, el arquero del Maracanazo de 1950, apuraba la venganza que esperó durante 64 años. La semifinal de un Mundial siempre es un cuchillo de doble filo. Lo que nadie preveía es que el Hiroshima del fútbol brasileño detonaría sobre el Mineirao.
En Karavelle, un bar de Itaim Bibi, en el sur acomodado de San Pablo, tampoco nadie advirtió que había comenzado el partido que cambiaría la historia del fútbol. El Everest de los Mundiales. La iluminación de la pelota. Buda hecho equipo de fútbol. En Karavelle, que significa “carabela” -acaso un guiño al desembarco europeo en el Mundial americano-, había ríos de cerveza y chicas que parecían contratadas desde un desfile de Prada. La contraseña era la camiseta de Brasil y 150 dólares. El servicio incluía comida, bebida, flirteos, fiesta y una banda que tocaría samba en vivo debajo de la pantalla gigante que proyectaba el partido.
Decenas de clientes festejaban a cuenta mientras siete músicos comenzaban su ancestral relación con los instrumentos de percusión. Era Brasil en estado puro. Fútbol al ritmo del agogo, un cencerro con doble campana; el berimbau, un arco de bambú con una cadena de metal y una calabaza como caja de resonancia; la cuica, un tambor de fricción; dos marcaçãos, los tambores que marcan el ritmo; el surdo, el bombo que mantiene al resto del grupo; y el pandeiro, un instrumento parecido a la pandereta pero con otro sonido.
Los músicos habían sido contratados para tocar durante 90 minutos pero a los 11 tuvieron que parar. Pudo haber sido el mejor negocio de sus vidas sino fuera que 200 millones de personas estaban afectadas: fue cuando Thomas Muller confirmó que la defensa amarilla era un juguete y marcó el 1-0. Un silencio cubrió Brasil. También el Karavelle.
Muchos hinchas salieron a fumar. Cinco minutos después, dos de los siete músicos reanudaron con timidez el repiqueteo de los marcaçãos. El resto de la banda siguió inmóvil, debajo de la pantalla, a la espera de que la normalidad volviera a Belo Horizonte. Pero los músicos confirmarían pronto que el 8 de julio de 2014 nunca sería un día normal. En los seis minutos que transcurrieron entre los 22 y los 28, un ovni en forma de equipo de fútbol bajó al Mineirao. En algún lugar del mundo alguien debería levantarle un monumento a esos seis minutos.
Fue un lapso en el que Alemania hizo el amor con el fútbol y alumbró cuatro goles, los de Klose, Kroos (dos veces) y Khedira. Todos llegaban tocando al área. Sólo les faltaba darse besos. Se podría decir que los alemanes parecían brasileños si no fuera que los brasileños hace rato dejaron de serlo. Iban 5 a 0 a los 29 minutos cuando la pantalla gigante del Karavelle dejó de mostrar imágenes de los brasileños desconsolados en el Mineirao: es posible que se haya tratado de una política compasiva del director de cámaras. Aquello era desolador: los dos chicos que aparecieron llorando en medio de la catarata de goles también quedarán como un icono del “8J”. A veces perder 1 a 0 puede ser un triunfo.
En la vereda del bar había dos argentinos, uno de ellos con la camiseta de Lanús. Parecían creerse más protagonistas que los futbolistas alemanes: “ja, que grosso estar acá mientras éstos se comen cinco”. También había un holandés, pero no los escuchó. Del Karavelle salió una mujer llorando. Otros se reían: tal vez el fútbol no les interesaba tanto o tal vez no sabían otra forma de sobrevivir al ojo de tormenta que en seis minutos había barrido a Brasil del Mundial.
En las calles de San Pablo, como seguramente en las de todo el país, empezaron a sonar los fuegos artificiales. Había que sacarse de encima a la pirotecnia. Los alemanes seguían siendo asesinos discretos: fabricaban goles sin que se les moviera el rictus. Schürrle entró en la historia con su doblete. Ozil pudo haber marcado el 8-0. Oscar maquilló el 7-1 pero nada tenía sentido para los once nuevos Barbosas. Los futbolistas brasileños ya estaban malditos: una nube tóxica los perseguirá el resto de su carrera.
En la televisión brasileña hablaron Julio César y David Luiz. El capitán, hombre bravo, defensor curtido, lloró como un chico. Daban ganas de abrazarlo. Los músicos del Karavelle no tocaban hacía rato. Nada más cierto: el fútbol brasileño se quedó sin samba